El encuentro de la poesía y la imagen
Octavio Paz
Le
debo a la fotografía una de mis primeras experiencias artísticas.
Fue en mi adolescencia y la experiencia está asociada a mi descubrimiento
de la poesía moderna. Era estudiante de bachillerato y una de mis
lecturas favoritas era la revista Contemporáneos. Tenía
dieciséis o diecisiete años y no siempre lograba comprender
todo lo que aparecía en sus páginas. A mis amigos les ocurría
lo mismo, aunque ni ellos ni yo lo confesábamos. Ante los textos
de Valéry y Perse, Borges y Neruda, Cuesta y Villaurrutia, íbamos
de la curiosidad al estupor, de la iluminación instantánea
a la perplejidad. Aquellos misterios --muchas veces, hoy lo veo, baladíes--,
lejos de desanimarme, me espoleaban. Una tarde hojeando el número
33 (febrero de 1931), después de una traducción de Los
Hombres Huecos de Eliot, descubrí unas reproducciones de tres
fotos de Manuel Alvarez Bravo. Temas y objetos cotidianos: unas hojas,
la cicatriz de un tronco, los pliegues de una cortina. Sentí una
turbación extraña, seguida de esa alegría que acompaña
a la comprensión, por más incompleta que ésta sea.
No era difícil reconocer en una de aquellas imágenes a las
hojas --verdes, oscuras y nervadas-- de una planta del patio de mi casa,
ni en las otras dos al tronco de un fresno de nuestro jardín, y
a la cortina del estudio de uno de mis profesores. Al mismo tiempo, aquellas
fotos eran enigmas en blanco y negro, callados pero elocuentes. Sin decirlo,
aludían a otras realidades y, sin mostrarlas, evocaban a otras imágenes.
Cada imagen convocaba, e incluso producía, otra imagen. Así,
las fotos de Alvarez Bravo fueron una suerte de ilustración o de
confirmación visual de la experiencia verbal a la que me enfrentaban
diariamente mis lecturas de los poetas modernos: la imagen poética
es siempre doble o triple. Cada frase, al decir lo que dice --dice otra
cosa. La fotografía es un arte poético porque, al mostrarnos
esto, alude o presenta aquello. Comunicación continua
entre lo explícito y lo implícito, lo ya visto y lo no visto.
El dominio propio de la fotografía, como arte, no es distinto al
de la poesía: lo impalpable y lo imaginario. Pero
revelado y, por decirlo así, filtrado, por lo visto.
En el arte de Manuel Alvarez Bravo, esencialmente poético
en su realismo y su desnudez, abundan las imágenes, en apariencia
simples, que contienen otras imágenes o producen otras realidades.
A veces la imagen fotográfica se basta a sí misma; otras
se sirve del título como de un puente que nos ayuda a pasar de una
realidad a otra. Los títulos de Alvarez Bravo operan como un gatillo
mental: la frase provoca el disparo y hace saltar la imagen explícita
para que aparezca la otra imagen, la implícita, hasta entonces invisible.
En otros casos la imagen de una foto alude a otra, que, a su vez, nos lleva
a una tercera y a una cuarta. Así se establece una red de relaciones
visuales, mentales e incluso táctiles que hacen pensar en las líneas
de un poema unidas por la rima o en las configuraciones que dibujan las
estrellas en los mapas celestes.
Fragmento del texto que Octavio Paz escribió
en el libro Instante y revelación (Fondo Nacional para Actividades
Sociales, 1982), que une la poesía del premio Nobel con las imágenes
de Alvarez Bravo