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ASIA CENTRAL: JUGAR CON FUEGO
El
primer ministro británico, Tony Blair, y un grupo de senadores estadunidenses,
visitaron ayer, durante algunas horas, lo que queda de Afganistán.
El primero se mostró rebosante de entusiasmo por
lo que consideró el "éxito inmenso" de la campaña
militar que terminó por arrasar la nación centroasiática
-la cual no había terminado de salir de un ciclo de invasiones y
guerras intestinas que duró más de dos décadas- y
en la cual el gobierno inglés tuvo una participación sustancial.
Mientras que en la base aérea de Bagram los políticos
de Washington y de Londres confraternizaban con el presidente que ellos
mismos impusieron en Kabul, Hamid Karzai, y le prometían toda suerte
de ayudas, apoyos y amistades perdurables, las fuerzas de ocupación
estadunidenses bombardeaban las regiones orientales de Jost y Zawar, en
una acción supuestamente destinada a cortar caminos de retirada
a Osama Bin Laden y al comandante talibán Jalaludin Hakani, lo que
constituye un indicador inequívoco de que la guerra no ha terminado.
En efecto, este conflicto no va a terminar de manera sencilla;
por el contrario, Occidente sigue cultivando, en Asia central, la raíz
del odio y del terrorismo. El "éxito inmenso" esgrimido por Blair
consistiría, en sus propias palabras, en la defenestración
del régimen talibán y en el aporte, a la nación afgana,
de una inestabilidad más que cuestionable: la alianza de señores
de la guerra impuesta en Kabul por los gobiernos de Washington y Londres
difícilmente podría dar paso a la construcción de
una institucionalidad política definida; por el contrario, lo más
probable es que experimente una descomposición interna rápida
y que desemboque en un nuevo ciclo de guerras intestinas y destrucción.
Por lo demás, el objetivo declarado de esta guerra
no era, hasta donde se sabe, convertir Afganistán en un paraíso
democrático, sino contrarrestar la amenaza del terrorismo en suelo
estadunidense. En relación con ese propósito, la guerra ha
sido más bien un fracaso monumental, si se considera que el sábado
pasado un adolescente estadunidense, admirador de Bin Laden, estrelló
la avioneta que pilotaba contra un edificio del Bank of America.
Pero las consecuencias más inquietantes de la imprudencia
de Estados Unidos y Gran Bretaña en Afganistán no se encuentran
en las fronteras de ese país, sino en el explosivo entorno regional,
caracterizado por una enemistad histórica y armada -con bombas atómica-
entre Pakistán e India.
Para devastar Afganistán, Washington y Londres
hubieron de contar con la aquiescencia del vecino Pakistán, y para
conseguirla no dudaron en seducir con toda clase de mimos al régimen
golpista y corrupto de Pervez Musharraf. Ahora ese gobierno, sabedor de
su importancia para los planes bélicos de Occidente, se muestra
envalentonado, refuerza su hostilidad contra India y alienta a los terroristas
islámicos que operan en Islamabad en busca de la secesión
de la porción india de Cachemira.
No deja de ser paradójica esa consecuencia de la
"cruzada contra el terrorismo" emprendida, desde septiembre pasado por
Washington y sus aliados en la ceguera.
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