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Ť Los ches que están en Europa llevan un mes con las tarjetas de crédito congeladas
Largas filas en los consulados para abandonar Argentina; "si no me voy, me fundo... Ƒviste?"
Ť Profesionistas cesantes, jóvenes aventureros, viejos inseguros... muchos quieren irse
JAIME AVILES ENVIADO
Buenos Aires, 7 de enero. Son las dos de la mañana y en la noche veraniega del domingo unas cien personas equipadas con sillas plegadizas y termos de agua caliente para el mate, bien vestidas en general, de buena familia como suele decirse, habitantes de los barrios acomodados de esta ciudad dormitan o charlan en voz baja formando una larga cola sobre la calle Guido esperando a que abran las puertas del consulado español. Son parte de la clase media argentina que desea fugarse del país.
A medida que se pinte el amanecer tras las ramas de los árboles, la fila dará la vuelta sobre la avenida Callao y padecerá los estragos del sol, nutriéndose de mucha más gente como esta: profesionistas cesantes, jóvenes con deseos de aventura, viejos llenos de inseguridad y nostalgia. No lejos de ahí, ante un portón de la avenida Marcelo T. Alvear, cuatro vagabundos en harapos se acurrucan contra la puerta del consulado italiano, pero antes de las ocho de la mañana el sitio estará igualmente a reventar de escapistas potenciales.
Es que, para evitar las penosas filas nocturnas, los representantes del gobierno de Roma han ideado un mecanismo humanitario. A las 8:30, cuando empieza el servicio, un empleado pide los nombres de todos los presentes, copia cada uno en un papelito que estruja de prisa, echa todas las bolitas en una lata vacía de leche Nestlé y una guapa secretaria mete la mano y saca, de uno por uno, cantando los apellidos de los elegidos, un total de 30. Sólo ellos podrán iniciar sus trámites para irse. Los demás tendrán que esperar mejor suerte y volver.
Sin colas ni sorteos, en la avenida de Mayo, a la altura del número 1800, en el primer piso de un edificio fuertemente custodiado por la Policía Federal, los empleados del consulado de Israel arreglan las citas de los peticionarios por teléfono. Desde el atentado explosivo contra la sinagoga de la calle Pasteur, en el barrio del Once, las instituciones judías de Argentina viven en estado de alerta. No obstante, cada semana salen de aquí unas 200 personas con rumbo a Tel Aviv, donde el gobierno entregará 4 mil dólares a cada una en el aeropuerto y las ayudará a establecerse protegiéndolas seis meses, antes que decidan quedarse definitivamente o probar suerte en Europa.
Eso me lo explica Arí Shifter, un hombre de 40 años, rubio, calvo, de pelo ensortijado sobre las sienes, que está a punto de subir al consulado en compañía de su esposa y sus dos hijos. Era maestro de física, pero lleva cinco años desempleado y ya no puede más. "Por mi edad, yo estoy fuera del sistema. Aquí no tengo más que hacer. Y lo siento porque mi patria es linda, pero no hay sitio para mí", se lamenta.
-ƑNo le parece más peligrosa la vida en Israel? -pregunto.
-Y sí, pero allá, al menos, me necesitan...
Latas de gaseosa
"Yo no estoy aquí por mí sino por mi nieta", me dice Julia, una mujer de 63 años, que ayer domingo se plantó a las 5 de la tarde a la puerta del consulado español. "Mariana es una piba de 21, estudia bioquímica y le faltan dos para graduarse. Pero cuando termine la universidad no va a encontrar empleo. Si ahora estamos mal, imagínese dentro de dos años. Por eso vengo a inscribirla, para que tenga la doble nacionalidad. En Madrid puede tener futuro, acá no, acá no", afirma sin dudarlo.
Julia es la primera de la fila. En la otra punta, sobre la esquina con Callao, Félix y Juliana, jovencísimos, acaban de llegar. Se han sentado en la banqueta, encima de sus chamarras, y confían en que les irá mejor, porque esta es la tercera vez que vienen. "El jueves nos quedamos a un metro de la puerta y no conseguimos entrar." Pero tampoco en esta ocasión serán recibidos. Cuando este enviado regrese a las dos de la tarde a ver cómo les fue, estarán alegando en vano, exhibiendo los méritos de su inútil tenacidad.
Félix hace música en computadora, Juliana estudia diseño de interiores y aunque pueden entrar en España sin problemas como turistas, piden el status de residentes para poder trabajar. Entre estos muchachos y la señora que mira por el bien de su nieta, escojo, en el justo medio, a un tipo regordete, de mirada mansa, el pelo chino y canoso, sin aspecto ibérico. En cuclillas ante él, conversamos en voz baja y me cuenta su desgracia.
Tiene 41 años y unas niñitas gemelas. Se ganaba la vida vendiendo libros de puerta en puerta. Ahora trabaja en esto. "Un vecino me paga 50 pesos para que haga la fila. Con los libros ya no se hace nada, si la gente no tiene un mango para comprar comida, fijate vos. Antes probé a vender latitas de gaseosa en avenida 9 de Julio. Las daba a peso, pero me ganaba 30 centavos porque la cana (policía) cobra un porcentaje a los que laburan (chambean) en las calles de ese sector".
Nicolás, de 38, también es padre de familia y desempleado. Lo suyo son los aparatos eléctricos, la reparación. "Si no me voy, me fundo, Ƒviste? Están a punto de cortarme la electricidad, el gas, el agua. Tuve que cerrar el taller porque nadie venía. Estoy al límite, che, al límite. Suerte que me salió la rifa, ya es buen presagio", dice en el vestíbulo del consulado italiano y agrega que su esperanza está en Nápoles, donde tiene parientes.
Descendientes de los barcos
Para ayudar a los que desean irse, una parroquia del barrio de Belgrano ha organizado un centro en el que almacena antiguos legajos que datan de 1882 a 1929 y conservan los registros de llegada de 4 millones de personas. Me muestran un acta de la "Societá de Navigazione a Vapore", con oficinas en Génova, Italia, fechada el 4 de septiembre de 1899 y que contiene los datos de los pasajeros que arribaron a bordo del buque Santa Emiliana a finales de octubre del mismo año.
"Monterroso, Enzo, 49, muratore (albañil), sposato (casado), catolico, Bolgheri (lugar de origen)", muestra una ficha cuya copia ha sido almacenada en un sistema de cómputo. Algunos legajos, amarillos de antigüedad, tienen hongos o desgarraduras provocadas por las ratas de los sótanos de la Dirección Nacional de Migraciones, de donde han sido extraídos para ponerlos al servicio de los desesperados que necesitan probar su ascendencia extranjera para retornar al país de sus ancestros.
"El hombre desciende del mono, los argentinos de los barcos", bromeaba, en serio, un viejo refrán. Con la crisis terminal de la economía argentina, los bisnietos y choznos de los pobladores de este país, inician, cinco generaciones más tarde, el camino de regreso, mientras, oh desencanto, los diarios locales hablan día a día de las desventuras de los argentinos en Europa, que llevan un mes con las tarjetas de crédito congeladas porque nadie se las acepta, y que no pueden volver a Buenos Aires porque sus parientes de aquí no encuentran la forma de mandarles unos dólares que nadie ve por ninguna parte.
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