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José Blanco
Argentina: el infierno anunciado
Entrevistado por la televisión, un ciudadano argentino
que pugnaba por emigrar a Italia resumió: "Me voy, si Dios me permite
irme, porque el futuro se ve como un infierno". Es una de las más
precisas definiciones que en estos días han podido oírse.
Desdichadamente, Adolfo Pérez Esquivel no lleva razón al
decir: "Argentina ha tocado fondo". No es así, falta aún
lo peor. Argentina salió del infierno de la dictadura militar, para
entrar, sucesivamente, al caos de la hiperinflación, a la ilusión
(momentánea) fondomonetarista de la estabilidad y el crecimiento,
al desastre de la parálisis económica, a la catástrofe
social del empobrecimiento masivo y entra ahora, probablemente, al infierno
de un nuevo y absolutamente incierto caos económico, social y político,
con mayor empobrecimiento.
La Ley de Emergencia de Eduardo Duhalde, que pone punto
final a la "convertibilidad" y abre la puerta a la devaluación y
a la reforma del sistema monetario, decisión absolutamente inevitable,
no sólo ha sido largamente esperada, sino largamente preparada en
más de un sentido. Lo fue en los últimos días de su
vida política por Cavallo, a efecto de que los grandes intereses
pusieran a salvo su plata mediante la fuga multimillonaria antes de decretar
el corralito. Pero lo fue también por la clase política
en medio del naufragio. Ahora se sabe que el nuevo programa es fruto de
los acuerdos entre Raúl Alfonsín, dirigente de los radicales,
y el propio Duhalde, de las filas peronistas, trabajado durante los últimos
seis meses, frente a una presidencia delarruísta en el pantano.
En esa preparación, de acuerdo con el reportaje
del diario Reforma, participaron el presidente de la Unión
Industrial Argentina y actual ministro de la Producción, José
Ignacio de Mendiguren, y los dos líderes del sindicalismo peronista,
Rodolfo Daer y Hugo Moyano. También intervinieron los actuales ministros
Carlos Ruckauf y Jorge Remes Lenicov, el designado embajador en Washington
Diego Guelar, el diputado José Díaz Bancalari y el senador
Antonio Cafiero, por el peronismo. Y por parte de los radicales Federico
Storani, Mario Brodersohn, Leopoldo Moreau, Juan Manuel Casella y Raúl
Alconada Sempé, entre otros.
Una crisis de la magnitud de la argentina requeriría,
por un tiempo prolongado, de un control de cambios y de un control riguroso
del comercio exterior, de mecanismos efectivos de control de precios internos,
de mecanismos eficaces para distribuir de manera mínimamente equitativa
el costo de la peor crisis que han sufrido los argentinos. Una salida de
este tipo malquistaría a los argentinos con el mundo desarrollado
y con los organismos financieros internacionales ?cosa que de todos modos
va a ocurrir?, pero exigiría la presencia de un Estado. Pero en
Argentina no hay, para todo efecto práctico, Estado. Si la economía
fue brutalmente destruida por el experimento que se propusieron hacer con
ella el FMI y Washington, el Estado fue pulverizado, las instituciones
políticas se hallan derruidas.
La sociedad, en proporciones crecientes, rechaza por igual
a los miembros del Poder Ejecutivo, del Legislativo y del Judicial y a
todos los partidos. La demanda social de renuncia de la Corte Suprema,
la desvinculación increíble de diputados y senadores, y de
la Presidencia de la República, respecto de la sociedad como conjunto;
el abandono total por la clase política del interés nacional;
la corrupción y la rapiña desde el poder, el enfrentamiento
macabro entre el fundamentalismo neoliberal y el ciego y torpe populismo;
el puro juego de los grandes intereses económicos como los únicos
determinantes de las decisiones, hablan con largueza de una crisis institucional
y política acaso mayor que la económica. La revuelta social,
de otra parte, puede derribar gobiernos, pero no puede construir salida
alguna. Así, Argentina está frente al inmenso riesgo de rodar
por una pendiente de final desconocido.
La paridad peso-dólar sólo habría
podido funcionar en el imposible escenario de que la productividad sistémica
de la economía nacional argentina hubiera marchado al ritmo que
la de la economía estadunidense o al menos que la de la economía
europea, desde el momento mismo en que fue aprobada la ley de convertibilidad.
Sólo así las exportaciones podrían haber alcanzado
el nivel de competitividad necesario para mantener un flujo suficiente
de dólares hacia la economía nacional. Esto, que es simplemente
elemental, es, sin embargo, invisible para el fundamentalismo neoliberal
del FMI, de Washington y de los inversionistas que comprometieron grandes
sumas, como los españoles con alrededor de 45 mil millones de dólares
invertidos en Argentina, que sufrirán fuertes pérdidas. Pero
así puede ser el poder de las ideas equivocadas: pueden tapar los
ojos hasta que el ciego ignorante de que lo es, se estrella con los hechos.
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