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EL ADIOS DE DE LA RUA: MAS DESESPERANZA
Los
dos años de gobierno de Fernando de la Rúa en Argentina (10
de diciembre de 1999-20 de diciembre de 2001) no sólo serán
recordados por la severa ineptitud política y económica del
ahora ex mandatario y de su equipo, sino también como un periodo
de rápida y sistemática destrucción de la esperanza
en esa nación sudamericana.
En esos dos años se desvanecieron las expectativas
de la mayor parte de la población argentina en lo que se refiere
a mejorías en el nivel de vida, e incluso en cuanto a garantías
para preservar los niveles de subsistencia. Igualmente grave, o peor aún,
es que durante los últimos 24 meses se desvanecieron las pretensiones
de utilidad y de viabilidad de la institucionalidad democrática
reconstituida a mediados de la década antepasada, tras el colapso
de la sangrienta dictadura militar que se abatió sobre ese país
y su gente entre 1976 y 1983.
La ola de exasperación social que culminó
ayer con la dimisión de De la Rúa constituye un juicio demoledor
sobre el desempeño del conjunto de la clase política argentina
en sus dos principales formaciones --radical y peronista--, la cual ha
llevado a su nación de crisis en crisis, desde los procesos hiperinflacionarios
que produjeron el término anticipado de la presidencia del radical
Raúl Alfonsín (1983-1989), los dos periodos en los que el
justicialista Carlos Menem entregó el país a la ilegalidad,
la frivolidad y la corrupción (1989-1999), hasta el desastre y la
incertidumbre del presente.
El hecho más descorazonador, a este respecto, es
que por muy errática y torpe que haya sido la gestión de
De la Rúa, su final no soluciona ninguno de los problemas fundamentales
de los argentinos y de su economía. La ira popular podrá
menguar, pero la deuda externa sigue allí, intacta; las desigualdades
sociales siguen ahondándose, independientemente de que las administren
peronistas o radicales; la intransigencia y el dogmatismo de los organismos
financieros internacionales no se han visto atenuados por el drama social
que estalló en aquella nación; los políticos profesionales
-argentinos y latinoamericanos, en general- no han podido o no han querido
formular propuestas alternativas viables al fundamentalismo neoliberal
todavía en boga en esta región del mundo.
En tales circunstancias, la vuelta al poder del justicialismo
posmenemista, tan confundido, errático y desdibujado como el priísmo
mexicano posterior al 2 de julio de 2000, no es una buena noticia.
La única que sí lo es en la presente coyuntura
es el inicio de una serie de imputaciones legales a Domingo Cavallo, el
arrogante tecnócrata que, tanto con Menem como con De la Rúa,
llevó la ruina a millones de hogares argentinos.
Por su propio beneficio y por el de sus respectivas sociedades,
los abundantes ministros, asesores y operadores del neoliberalismo que
pululan en los equipos presidenciales de Latinoamérica debieran
escarmentar en cabeza ajena, percibir hasta qué niveles de desastre
nacional y personal pueden conducir sus recetas y, en consecuencia, deponer
su soberbia y su insensibilidad, y cambiar de rumbo.
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