Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 21 de diciembre de 2001
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Política
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Horacio Labastida

Globalización y cosificación

Cosificar al hombre es privarlo de su humanidad, o sea purgarlo de su libertad y hundirlo así, sin posibilidad de elección, en el avasallamiento por fuerzas que resultan insuperables y difícilmente comprensibles sin el uso de un discernimiento independiente y capaz de negar el engaño mercadotécnico o la brutalidad del aplastamiento militar. Y no obstante la tragedia implicada en toda deshumanización o cosificación, la historia universal se ha visto con frecuencia manchada por cruentas opresiones cosificantes, aunque los pueblos hasta nuestros días han roto las barreras de su aprisionamiento y recobrado la libertad secuestrada.

Cuando ya sólo desde el año 31 aC, el emperador romano Augusto señaló los múltiples requisitos que debían cumplirse para garantizar la sobrevivencia eterna del imperio romano en el Mediterráneo, imaginado entonces como la existencia toda, nunca supuso la estrepitosa caída de su dominio, quebrado al interior por un régimen esclavista incapaz de nutrirlo y arrasado desde el exterior por las incontenibles avanzadas de los pueblos bárbaros. Jamás el heredero de César concibió que alrededor de cinco siglos adelante, al ser destronado Rómulo Augústulo por Odroaco (476 dC), el Estado que pensó indestructible caería hecho pedazos frente a los castillos feudales que se multiplicaron en Europa y otras partes del planeta. Hasta ahora no hay excepciones. Antes de Roma se levantó y se hundió el helenístico Alejandro Magno, y lo mismo sucedió en el orto del medievo con el hijo de Pipino El Breve, Carlomagno y su sueño de dominio total al ser coronado emperador de Occidente por León III, en la Navidad del año 800. En distintas circunstancias el escenario parece repetirse. Carlos I y Felipe II de Castilla comprobaron de un modo u otro que sus afamados tercios españoles resultaron al fin inútiles desde el instante en que otros países más ricos e innovadores trazaron nuevos rumbos a la marcha del hombre. Las monarquías absolutas rindieron armas ante una burguesía industrial ya francamente decidida, en los finales del siglo XVIII, a cambiar el señorío de la sangre por el señorío del dinero, sin que tal cambio pusiera punto y aparte a la persistente historiografía de la cosificación. La inapelable versión victoriana de un posible mundo unipolar, en los 64 años del reinado de la inglesa Alejandrina Victoria, se disipó de la misma manera que tres centurias antes España vio escaparse de sus manos el cetro universal.

El gran poder político fundado en las aristocracias agrícolas del antiguo régimen fue rápidamente sustituido por el gran poder político fundado en la actividad fabril inaugurada durante la dieciochesca Revolución inglesa; y la competencia de estas elites del big money pronto desataría guerras generales y parciales, en cuyo marco surgió la concepción del superhombre y su poder político totalitario. Hitler y Mussolini, animados al inicio de su ascenso por los occidentales, a asumir el papel de cruzados contra el comunismo fundado por Lenin en 1917, son los símbolos personeros de las castas y grupos acaudalados que se declaran dueños de la verdad única, con la voluntad de subyugar y explotar al resto de las familias. Analizando con detenimiento las no pocas experiencias sociales en que aparecen los dominantes y los dominados, resulta que en todas concurren ciertos factores comunes. Igual en las épocas de Alejandro de Macedonia, Octavio Augusto y Carlomagno, que en las de Hitler y Mussolini, el dominante es animado y tonificado por estratos enriquecidos que buscan asegurar la producción, reproducción y acrecentamiento de su riqueza, tomándose un alto porcentaje de los bienes generados por toda la sociedad. Al efecto, estos estratos usan al Estado y su poder político para mantener en su favor la situación prevaleciente de las cosas. No sólo esta contradicción explica las causas de la pobreza que los gobiernos tratan de resolver con limosnas, sino también la necesidad objetiva que tienen las castas dominantes de legitimar la explotación declarando por la vía ideológica que su dominio es verdad apodíctica, y que esta verdad excluye en términos totales cualquier tiempo de disidencia; es decir, se suprime la negación de dicha afirmación y consecuentemente el pensamiento mismo y su libertad, cosificando tanto al explotado como al mismo explotador.

Concluyamos nuestras reflexiones al enfocarlas hacia lo sucedido a partir del drama septembrino de Nueva York y Washington. Por supuesto que el régimen talibán y sus proclamas teocráticas no son compatibles con la libertad humana, pero esto tampoco justifica la violencia militar estadunidense contra un pueblo indefenso, ni el apoyo que se presta a facciones tan bárbaras como las talibanes, y mucho menos es compatible con los derechos humanos y la democracia declarar enemigos a quienes no piensen lo que piensa el mando burocrático de Washington. Exigir que el otro piense del mismo modo que el uno, amenazándolo, en caso de no hacerlo, con excomulgarlo por heterodoxo y merecedor de misiles mortales, es el método que identifica la globalización unipolar en proyecto y la cosificación del hombre.

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