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Sergio Zermeño
El año dos
El fin del régimen de partido-casi-único, la alternancia de las fuerzas en el poder y la propuesta que Fox Quesada y el PAN le han hecho a la sociedad mexicana no resultaron por sí mismos generadores del cambio. Concluido el primer año, el Presidente propone una reorientación de 180 grados en la política social y una renovación total de su gabinetazo.
Y es que los principios en que había venido apoyándose el foxi-panismo parecen estar perdiéndose rápidamente en las brumas del siglo pasado. Por ejemplo, el espectro foxista retroalimentado, querámoslo o no, por el panismo, fue nutrido por tres vertientes: en primer lugar, por una veta católica, con sus raíces territoriales en el Bajío, indeleblemente marcado por la Guerra Cristera y por el sinarquismo (así se entiende la aparición de la Guadalupe en medio de la campaña, el uso del crucifijo y de la Basílica en la toma de posesión, la adhesión a la democracia cristiana y al derechismo de Aznar); en segundo lugar, por la reivindicación de su civilismo y su vocación ciudadana, su aversión hacia el Estado central y autoritario surgido de la Revolución mexicana (un civilismo asentado en la prioridad de la educación privada y en el asociativismo y la solidaridad para superar, desde lo social mismo, y sin tanta ayuda del tlatoani, los obstáculos levantados ante el progreso de las personas); tercera vertiente: su llamado al espíritu emprendedor, a la empresa, su respeto y su apoyo al acto individual de hacer progresar una iniciativa; desarrollar un "changarro", apoyar al micro y al mediano negocio en su doble virtud de superación de la economía y del individuo (una vertiente que encajó perfectamente en la propuesta de El otro sendero, del peruano Hernando de Soto, tan venerada y difundida por el escritor Mario Vargas Llosa en su papel de candidato a la presidencia de aquel país).
Desde el inicio se vio titubear a la propuesta foxista sobre el peso que debería tener cada una de las tres vertientes: por momentos pareció privilegiar a la confesional, provocando la histeria entre los intelectuales jacobinos, de izquierda, moderados y centristas (sólo que una buena propuesta de derecha y, más aún, una que apele a los referentes éticos y religiosos, hubiera requerido de gran erudición, de un gran calado axiológico anclado en la herencia, y ese no fue el caso). Muchos tuvimos la esperanza de que el nuevo régimen se apoyaría en su vertiente social, preocupada por la superación de los colectivos, por la generación de lo que hoy conocemos como cultura cívica y capital social, con sus componentes de superación del sujeto, de fortalecimiento de la confianza mutua y, por medio de ella, del asociativismo (ha sido sin duda la dimensión más abandonada del foxismo): ni siquiera tuvo la fuerza, el nuevo gobierno, para inventar instituciones y formas alternativas de relacionarse y reconformar a la sociedad mexicana; ni siquiera cambió el nombre de los programas sociales del antiguo régimen, aunque sí ha hecho declinar sus presupuestos (Sedeso, Progresa, Procampo). Está tan desvalorizada la vocación social del régimen que se usa como chantaje con el Legislativo: "Si no me apruebas mi reforma fiscal le quito fondos a 'tus' programas sociales", lo que demuestra que se renunció totalmente al fortalecimiento de una democracia ciudadana; tampoco hemos entendido en qué consiste la Oficina para el Desarrollo Social y Humano, encerrada a piedra y lodo en Los Pinos. En cambio, el nuevo régimen se ha declarado partidario franco del empresariado: del gran capital en los hechos, aunque también de los changarros en el discurso.
Qué tremendo desfasamiento con los imperativos del nuevo siglo, apostar a la dimensión empresarial en medio de la recesión mundial y nacional. La política, el régimen, opta por los patrones en la víspera del gran desempleo, del gran desorden y de la degradación que se yergue ante nuestros ojos y que se agudiza sin remedio. Pero el nuevo escenario también impacta en las otras fuerzas políticas: López Obrador, por hacer referencia a la propuesta mejor construida de la oposición, ve alejarse la posibilidad de empoderar a los ciudadanos porque las tribus y los liderazgos personalizados del creciente mundo marginal lo empujan a confundir sociedad, partido y jefe de Gobierno. El fin del autoritarismo, la llegada de nuestra democratización, parece frustrarse, arrancar cuando la ola del capitalismo mundial desfallece, cuando el espíritu emprendedor ya no encuentra otro espacio que la venta de semáforo, cuando la pobreza y la degradación claman por los jefes. Estamos llegando tarde a todas partes.
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