EL CANGREJO Y LA INTIFADA MUNDIAL
Intifada,
en árabe, quiere decir levantamiento de los de abajo. No deja de
resultar irónico que sea un periodista judío-italiano --Igor
Man-- quien, en el periódico de una transnacional, califique de
"Intifada mundial" al movimiento de resistencia contra la mundialización
dirigida por el capital financiero internacional. O sea, a un movimiento
que se esfuerza por ser global y por oponer a aquélla otro tipo
de mundialización, internacional e internacionalista, basado en
la solidaridad, la justicia, la equidad.
Man destaca también que para la mayoría
de los que visten las tutte bianche (los overoles de técnicos u
obreros especializados) o los integrantes del Pueblo de Seattle o los de
Liliput, Marx no es más que el nombre de alguna calle o plaza, y
que su motivación no es la idea de un cambio de régimen social,
sino la justicia y una relación armónica entre la sociedad
y la naturaleza.
Por eso, quienes se oponen a la reunión del Grupo
de los Ocho (G-8) en Génova cuentan con el apoyo de cientos de asociaciones
diferentes entre sí, pero unidas por la protesta contra una vida
que consideran invivible, y hasta con la ayuda organizada de cientos de
municipalidades, alcaldes e incluso delegaciones policiales que desfilarán
con sus propias banderas.
Es evidente que esta exigencia de un mundo mejor --sea
utópica o no tiene poderosas bases culturales que van desde declaraciones
papales contra la actual mundialización, provocadora de desastres
sociales sin precedentes, hasta las fuertes motivaciones éticas
y de la economía moral tan ausentes en las trasnacionales.
Los partidarios de la otra "globalización" no sólo
reclutan sus fuerzas en todo el planeta, sino que también aparecen
como luchadores por el futuro frente a quienes dicen que sólo hay
este presente terrible para las mayorías y que el futuro es la proyección
del mismo.
Es lógico entonces que la iniciativa esté
en manos de quienes combinan la exigencia de ética con la esperanza,
lo cual ha obligado ya, en Seattle, Quebec y por doquier, a que los poderosos
deban atrincherarse, entrar en la clandestinidad frente a los pueblos,
suprimir sus reuniones públicas y hacerlas por Internet, como sucedió
con la reunión fracasada del Banco Mundial en Barcelona.
En Génova, millares de soldados cercarán
el barrio donde se reunirá el G-8 (se había pensado hacerlo
funcionar y alojar a los mandatarios en naves de guerra, en medio de la
rada del puerto genovés). La zona expropiada a los habitantes será
protegida con cohetes tierra-aire, por si los manifestantes hubiesen hecho
alianzas extraplanetarias (una amenaza bélica no podría provenir
de otra fuente, ya que los famosos ocho reúnen a todas las potencias
del planeta, con excepción de la lejanísima China).
Es más: los potentes anularon transitoriamente
los derechos constitucionales italianos y de la Unión Europea, suprimiendo
la libre circulación de personas y restaurando los controles policiales
en las fronteras que el Tratado de Schenegen había eliminado y,
además, multiplican los allanamientos preventivos de las sedes de
las organizaciones que podrían ir a Génova e instauran sistemas
electrónicos de control de las mismas y de los activistas, así
como de los habitantes de los barrios genoveses. Estas medidas retrotraen
a la ciudad a la época de la ocupación militar alemana, con
la diferencia que establecen las nuevas tecnologías.
La contradicción es flagrante: ¿cómo
hablar de democracia mientras se aplica la política del cangrejo,
retrocediendo más de medio siglo? ¿Cómo no comprender
que la represión alienta las intifadas y que el enclaustramiento
en un búnker constituye una magnífica propaganda para los
que lo asedian?
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