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México, D.F. sábado 14 de julio de 2001
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Editorial

EL CANGREJO Y LA INTIFADA MUNDIAL

SOLIntifada, en árabe, quiere decir levantamiento de los de abajo. No deja de resultar irónico que sea un periodista judío-italiano --Igor Man-- quien, en el periódico de una transnacional, califique de "Intifada mundial" al movimiento de resistencia contra la mundialización dirigida por el capital financiero internacional. O sea, a un movimiento que se esfuerza por ser global y por oponer a aquélla otro tipo de mundialización, internacional e internacionalista, basado en la solidaridad, la justicia, la equidad. 

Man destaca también que para la mayoría de los que visten las tutte bianche (los overoles de técnicos u obreros especializados) o los integrantes del Pueblo de Seattle o los de Liliput, Marx no es más que el nombre de alguna calle o plaza, y que su motivación no es la idea de un cambio de régimen social, sino la justicia y una relación armónica entre la sociedad y la naturaleza. 

Por eso, quienes se oponen a la reunión del Grupo de los Ocho (G-8) en Génova cuentan con el apoyo de cientos de asociaciones diferentes entre sí, pero unidas por la protesta contra una vida que consideran invivible, y hasta con la ayuda organizada de cientos de municipalidades, alcaldes e incluso delegaciones policiales que desfilarán con sus propias banderas.

Es evidente que esta exigencia de un mundo mejor --sea utópica o no tiene poderosas bases culturales que van desde declaraciones papales contra la actual mundialización, provocadora de desastres sociales sin precedentes, hasta las fuertes motivaciones éticas y de la economía moral tan ausentes en las trasnacionales.

Los partidarios de la otra "globalización" no sólo reclutan sus fuerzas en todo el planeta, sino que también aparecen como luchadores por el futuro frente a quienes dicen que sólo hay este presente terrible para las mayorías y que el futuro es la proyección del mismo. 

Es lógico entonces que la iniciativa esté en manos de quienes combinan la exigencia de ética con la esperanza, lo cual ha obligado ya, en Seattle, Quebec y por doquier, a que los poderosos deban atrincherarse, entrar en la clandestinidad frente a los pueblos, suprimir sus reuniones públicas y hacerlas por Internet, como sucedió con la reunión fracasada del Banco Mundial en Barcelona.

En Génova, millares de soldados cercarán el barrio donde se reunirá el G-8 (se había pensado hacerlo funcionar y alojar a los mandatarios en naves de guerra, en medio de la rada del puerto genovés). La zona expropiada a los habitantes será protegida con cohetes tierra-aire, por si los manifestantes hubiesen hecho alianzas extraplanetarias (una amenaza bélica no podría provenir de otra fuente, ya que los famosos ocho reúnen a todas las potencias del planeta, con excepción de la lejanísima China). 

Es más: los potentes anularon transitoriamente los derechos constitucionales italianos y de la Unión Europea, suprimiendo la libre circulación de personas y restaurando los controles policiales en las fronteras que el Tratado de Schenegen había eliminado y, además, multiplican los allanamientos preventivos de las sedes de las organizaciones que podrían ir a Génova e instauran sistemas electrónicos de control de las mismas y de los activistas, así como de los habitantes de los barrios genoveses. Estas medidas retrotraen a la ciudad a la época de la ocupación militar alemana, con la diferencia que establecen las nuevas tecnologías. 

La contradicción es flagrante: ¿cómo hablar de democracia mientras se aplica la política del cangrejo, retrocediendo más de medio siglo? ¿Cómo no comprender que la represión alienta las intifadas y que el enclaustramiento en un búnker constituye una magnífica propaganda para los que lo asedian?
 

 

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