FOX: A UN AÑO
En
las elecciones del 2 de julio del año pasado la ciudadanía
emitió un mandato histórico en contra del candidato del PRI
a la Presidencia y a favor de Vicente Fox, primer político de oposición
que logró llegar a Los Pinos. Tal vez nunca se sepa si fue, esa,
la primera victoria de un candidato presidencial opositor, pero en todo
caso fue la primera reconocida por el poder.
Fox alcanzó el triunfo montado en un cúmulo
de expectativas de cambio, y al ganar multiplicó tales expectativas.
Era inevitable, después de 71 años de régimen de partido
de Estado, que los sectores mayoritarios de la sociedad percibieran en
Fox la solución a sus problemas más acuciantes. Habría
sido posible, en cambio, que el presidente electo moderara esas esperanzas
populares y se expresara con realismo acerca de los enormes obstáculos
a los que su gobierno habría de enfrentarse.
Aquí y en otros países los aspirantes a
puestos de representación popular suelen ofrecer de más durante
sus campañas. Pero cuando se alzan con el triunfo deben, en aras
de la preservación de su propio capital político, reajustar
las expectativas. No lo hizo así Fox en tanto que presidente electo
y no lo hizo ni siquiera cuando tomó posesión del cargo,
cinco meses después de su victoria electoral; por el contrario,
el actual mandatario porfió en promesas improcedentes, como la solución
en quince minutos al conflicto chiapaneco o las tasas de crecimiento de
seis o siete por ciento. En fecha tan reciente como el 5 de febrero, con
motivo del aniversario de la Constitución, Fox pronunció
un discurso cargado de ofertas para el muy corto plazo.
A siete meses de iniciado, el gobierno foxista se ha quedado
corto, por supuesto, respecto a las promesas de campaña del año
pasado e incluso ante los ofrecimientos formulados el 1o. de diciembre,
cuando Fox juró como presidente constitucional. Lo más grave,
en diversos ámbitos la actual administración ha quedado por
debajo de los requerimientos de eficiencia y visión que se reclama
de un gobierno cualquiera, independientemente de las promesas que lo anteceden.
La paz en Chiapas sigue tan remota del zedillismo, los altos ritmos de
crecimiento han debido dejarse para años más propicios, la
estrategia gubernamental de reactivación económica se convirtió
en un pequeño e incierto programa piloto para algunos changarros,
el centro de gravedad de la política económica sigue siendo
el sacrificio de las mayorías en aras de los intereses privatizadores
y la política exterior no parecen tener un rumbo claro; hoy más
que nunca, los funcionarios suplen la acción con la declaración
y la figura presidencial aparece rodeada por un halo de intrigas de corte.
Sería injusto, ciertamente, desconocer la magnitud
de los problemas a los que habrían de enfrentarse Fox y sus colaboradores,
y lo más probable es que ellos mismos no tuvieran, ni hace un año
ni hace siete meses, una idea clara del estado de descomposición
e inmovilización presupuestal --por mencionar sólo dos de
las herencias más graves del priísmo-- en el que habrían
de recibir la administración pública. También es cierto
que la circunstancia económica se vio afectada por imprevistos de
origen externo, en particular la desaceleración de la economía
estadunidense. Es obligado reconocer, además, que en lo que va de
su mandato, el presidente Fox ha dado muestras de una capacidad fundamental
para el ejercicio de gobierno: la de rectificar.
En tales circunstancias, parece posible y deseable que
el Ejecutivo federal emprenda un reajuste de discurso, de equipo y de objetivos.
En estos meses el mandatario ha tenido la oportunidad de apreciar lo que
funciona, en su gobierno, y lo que no, lo que se corresponde y lo que no,
con el país real del que muchos de los integrantes de su equipo
no tenían la menor idea el 2 de julio de 2000. Quienes hoy siguen
sin tenerla debieran ceder el lugar a nuevos funcionarios.
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