LOS HIJOS DE LA SOLEDAD
Cinco
niños de entre ocho y 16 años están resistiendo, armas
en puño y apoyados por una jauría de perros, el cerco que
les ha tendido la policía de Idaho que espera rendirlos por hambre
y por sed. Muerto el padre de inanición sin asistencia alguna y
enloquecida la madre que desde hace tiempo no les daba alimentos, los niños
sobrevivieron a sabiendas de todos comiendo hierbas y cazando con sus perros
sin que nadie haya intervenido para ayudarles.
Pero el Estado, responsable por omisión de socorro
y por insensibilidad, se presenta ahora como tutor feroz y quiere zanjar
el asunto con la policía, desperdigando la familia, compuesta ya
sólo de niños, que precisamente en su unión y su solidaridad
encuentra los únicos factores que les permiten mantener su dignidad
humana.
Las autoridades estadounidenses, que consideran cotidianamente
a los menores maduros para ir a la cárcel e incluso para ser víctimas
de la pena de muerte en el caso de que se les impute algún delito,
les niegan sin embargo la capacidad de decidir sobre sí mismos,
de mantener la unidad familiar, de tener sentimientos que deben ser tenidos
en cuenta antes de decidir sobre su suerte sin interpelarlos.
En el caso de los menores, como en el de los ancianos
inválidos o en el de los alienados, otros deciden por ellos; otros
los tratan como objetos que pueden ser desplazados a voluntad; otros resuelven
que estorban porque no son productivos y porque su diversidad introduce
desorden en el mundo carcelario que las autoridades construyen.
Por eso los recluyen, para evitar los "malos ejemplos"
y las diversidades, y les quitan la libertad para encerrarlos en manicomios,
asilos, orfanatos o cárceles de menores para los "desviados". Los
sicólogos y los asistentes sociales, la ayuda pública --que
es un deber no sólo político sino, sobre todo, humano-- son
sustituidos por la policía ya que, para las autoridades de Estados
Unidos, el problema social es sólo un problema policial, como lo
demuestra el hecho de que, en porcentaje de población, el país
ostenta la mayor proporción de encarcelados del mundo.
La juventud, además, y como lo reveló el
alcalde Giuliano de Nueva York con su política de "tolerancia cero"
que llevó a arrestar a los jóvenes pobres por el hecho de
serlo y de estar fuera de sus ghettos, aparece como un peligro que hay
que enfrentar armas en mano. Así, mientras el poder tolera la posesión
de armas de todo tipo y calibre para favorecer a los fabricantes de las
mismas --¿cómo podrían vivir de la caza unos niños
sin que alguien les venda escopetas y municiones sin problema alguno?--
las autoridades amenazan con el uso letal de su fuerza "legítima"
contra quienes se resisten, como sucedió en 1992 en Ruby Ridge,
siempre en Idaho, cerca de donde ahora resisten los niños, cuando
la policía, en un asedio similar, mató a tiros a la mujer
y al hijo del racista blanco Randy Weaver.
Este y su familia no reconocían al Estado mientras
que ahora es el Estado el que no ha reconocido a los niños y sólo
se ha acordado de ellos para apresarlos y disponer de sus personas como
si fueran animales y no seres conscientes, con sentimientos, lazos y capacidad
de querer.
La terrible soledad en que son dejados los pobres por
una sociedad que dice dividirse entre "ganadores" y "perdedores" natos,
y la negación de la función asistencial y cultural del Estado
provoca millones de dramas cotidianos. Entonces, cuando la locura colectiva
lleva a una patología individual extrema, el temor mutuo conduce
al uso de las armas. Aunque sea contra niños.
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