2 DE OCTUBRE, DEUDA NACIONAL
Hoy, cuando se cumplen 32 años de la matanza perpetrada
en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, es posible aquilatar las enormes
transformaciones que, para bien y para mal, ha experimentado el país
en esas tres décadas.
Un punto de referencia obvio e inevitable de la conmemoración
es que el llamado sistema político mexicano vive sus últimas
semanas y que el próximo primero de diciembre terminarán
setenta y un años de monopolio priísta del Ejecutivo Federal.
Con ello culmina una etapa histórica de la lucha por democratizar
el poder público en la que el movimiento estudiantil de 1968 fue
un punto de inflexión trágico pero decisivo. Con su reacción
criminal a esa gesta cívica ?que protagonizaron los estudiantes,
pero que involucró a muchos otros actores y sectores de la sociedad?,
el sistema político se vio en el espejo de su propia crisis y se
inició en su interior una descomposición lenta, pero indetenible,
que culminó con la pérdida de la Presidencia el pasado 2
de julio. Por ello, el México contemporáneo está en
deuda con sus muertos, sus perseguidos y sus encarcelados de 1968.
La circunstancia actual abre una perspectiva promisoria
para el pleno esclarecimiento de la forma en que se decidió, en
las entrañas del poder presidencial, la matanza de hace 32 años.
Tal esclarecimiento saldaría parte de esa deuda histórica
y contribuiría a superar de manera definitiva la infamia que sigue
agraviando a la sociedad. Más aún, el establecimiento de
la verdad sobre lo sucedido en Tlatelolco el 2 de octubre es necesario
para construir una institucionalidad confiable y transparente, en la que
sea imposible la repetición de hechos similares. De hecho, pese
a los significativos avances logrados por la sociedad en materia de transparencia,
fiscalización del poder público y lucha contra la impunidad,
las matanzas de Aguas Blancas y Acteal, ocurridas en años recientes,
nos recuerdan que el crimen de Estado sigue siendo un recurso del poder
público.
En otro sentido, si bien la nación ha conseguido
concretar una democratización formal que hace 32 años resultaba
inimaginable, el país ha vivido en ese lapso un lacerante incremento
de las desigualdades sociales y económicas y una completa abdicación
del gobierno a sus responsabilidades en materia de bienestar social. El
escenario de catástrofe que dejan los tres últimos gobiernos
priístas en ese ámbito se traduce en fragilidad para los
logros democráticos de la sociedad. En esa medida, resulta necesario
empeñar una buena dosis de voluntad política en el combate
a la pobreza y a la falta de justicia, tanto jurídica como social.
Mientras persista la desigualdad extrema que caracteriza hoy a la República,
y que da vigencia a causas como la irresuelta rebelión indígena
de Chiapas, el 2 de octubre seguirá siendo, además de una
página negra en los libros de historia, un motivo vigente de las
consignas sociales.
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