SALDOS DE CHIMALHUACAN
A casi una semana del violento enfrentamiento ocurrido el jueves en Chimalhuacán, estado de México, entre huestes de Antorcha Campesina y el cacicazgo local conocido como Organización de Pueblos y Colonias (OPC), que encabeza Guadalupe Buendía Torres, La Loba, los significados y las secuelas del trágico suceso siguen ocupando el interés de la opinión pública.
Por principio de cuentas, la matanza perpetrada en esa localidad, en el marco de la disputa por la presidencia municipal entre ambos grupos priístas, constituyó una terrible confirmación del grado de descomposición en el que se encuentran diversos sectores del aparato corporativo del tricolor y de los niveles delictivos a que han llegado. Por extensión, el hecho puso en evidencia los corruptos mecanismos de cooptación de los que históricamente se ha valido el partido derrotado el 2 de julio para uncir el sufragio ciudadano a su logotipo y para implantar redes clientelares regionales de complicidad que por décadas sirvieron como sucedáneo de una verdadera gobernabilidad.
Adicionalmente, el trágico suceso ha sido indicativo de los peligros de desestabilización que entraña, en el actual escenario de transición y sucesión presidencial, la persistencia de cacicazgos como el de La Loba y de grupos de presión y de choque como Antorcha Campesina. Es claro que este escenario ha generado el dislocamiento de la disciplina en los numerosos ramales del sistema político, otrora férrea, así como indicios de desbandada en diversos ámbitos de la todavía enorme organización priísta. Ciertamente, tales tendencias fueron un factor de peso en el desbordamiento de un conflicto local por demás añejo entre ambas facciones.
Finalmente, el enfrentamiento de Chimalhuacán dejó al descubierto graves vicios y fallas en el ejercicio del gobierno estatal. La banda encabezada por La Loba no habría podido operar, como lo ha hecho durante lustros, sin el conocimiento y la tolerancia -si no es que el apoyo- de los órganos del poder público, y es sabido que Antorcha Campesina fue, desde su fase inicial, reclutada por, y financiada desde, instancias del Ejecutivo federal. En otro sentido, la información disponible indica que el gobierno de Arturo Montiel fue enterado con anticipación del peligro de un enfrentamiento entre ambos grupos, y sin embargo no hizo nada por evitarlo. Por ello, al gobernador mexiquense corresponde una responsabilidad política insoslayable en el episodio de violencia y en las muertes de militantes de Antorcha Campesina en la plaza de Chimalhuacán.
Es obligada la oportuna y profunda procuración de justicia ante este trágico episodio, generado por una subcultura política que, por fortuna, parece ir quedando atrás. La persistencia de la impunidad para cualquiera de los responsables por estos hechos sería una vergüenza y un lastre inadmisible en el proceso de democratización y en la construcción de un estado de derecho en los que está empeñada la sociedad.
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