CARAS AMABLES, REALIDADES DRAMATICAS
En la carrera por la presidencia estadunidense, el factor mexicano ha cobrado una importancia que, al menos en la superficie, parece fundamental. Ayer, en aras de suscitar la confianza y la simpatía de los núcleos sociales hispanos -especialmente de las comunidades originarias de México afincadas en numerosos estados de la Unión Americana-, la convención del Partido Republicano en Filadelfia y el discurso de su flamante abanderado, George W. Bush, tuvieron un marcado acento mexicano: arengas en español por parte del aspirante presidencial, presentaciones pronunciadas por un sobrino del candidato cuya madre es mexicana y la actuación de un popular cantante de música ranchera -que interpretó nada menos que Cielito lindo- dieron al encuentro de delegados republicanos un inusitado matiz.
Un despliegue de afinidad y cercanía con la lengua y la cultura de nuestro país como el que tuvo lugar en la convención republicana no es, en ningún caso, gratuito: desde hace ya varios años, y cada vez de manera más significativa, los votantes de origen hispano se han convertido en Estados Unidos en un factor decisivo para inclinar la balanza en favor de un determinado partido, circunstancia aún más relevante en entidades que -en el peculiar modelo comicial estadunidense- aportan un considerable número de votos electorales, como Texas y California. Atraer a esos numerosos ciudadanos y capitalizar el peso de sus sufragios son las razones de estos desplantes en la convención republicana.
Sin embargo, la realidad de la relación entre México y Estados Unidos -y entre este país y las comunidades de origen mexicano que en él residen- resulta mucho menos festiva y significativamente más dramática que la que se dejó ver ayer en la reunión republicana de Filadelfia. Día con día, los mexicanos radicados en la Unión Americana -inclusive los que han obtenido la nacionalidad estadunidense- se enfrentan con la discriminación y la merma de sus derechos y sus oportunidades, pese a que contribuyen a la economía y al desarrollo de Estados Unidos tanto como los ciudadanos de otros grupos sociales.
Además, los miles de mexicanos indocumentados que deciden abandonar sus hogares para buscar una vida mejor en el país vecino padecen de manera constante la persecución, el racismo y la vulneración de sus derechos humanos. Por añadidura, históricamente las relaciones entre nuestro país y la Unión Americana han sido tensas y las pretensiones injerencistas de Estados Unidos han permanecido siempre vigentes.
La cara amable que Bush y los republicanos ofrecen ahora a los electores de origen mexicano -y la que presumiblemente ofrecerá también el Partido Demócrata- tiene, por tanto, un lado de hipocresía y oportunismo político. Por ende, sólo con un cambio efectivo en el trato que se le da a los ciudadanos, a los residentes y a los migrantes de origen hispano en Estados Unidos podrán cobrar sentido y significación todas estas manifestaciones. De no ser así, no serán sino retórica electorera.
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