Espejo en Estados Unidos
México, D.F. domingo 14 de mayo de 2000
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Editorial

PECADOS MORTALES POR ACCION U OMISION

SOL La Iglesia chilena decidió pedir a la sociedad de su país perdón por su apoyo a las represiones del pasado. Sin embargo, durante Pinochet, el cardenal Silva Henríquez y la jerarquía eclesiástica chilena desempeñaron un papel honroso de oposición moderada y mal tolerada, y cubrieron a algunas víctimas de la dictadura. Pero el problema no es tanto Pinochet sino una conducta plurisecular.

La Iglesia católica, como institución, desde la Conquista ha estado del lado de quienes mataban o explotaban indios, y no del lado de los oprimidos. Durante las guerras de Independencia, excomulgó con diligencia a los sacerdotes, frailes y seminaristas que lucharon por separar a América del imperio español y bendijo a sus torturadores y verdugos cada vez que se presentó el caso.

En nuestros países ya libres combatió junto a los terratenientes y los conservadores apoyando las peores causas; fue ella misma latifundista, educó y formó los cuadros políticos antipopulares.

En tiempos modernos, fomentó el movimiento parafascista de los Camisas Grises chilenos, base de la Democracia Cristiana posterior en ese país, organizados en su juventud por el ex presidente Eduardo Frei; apoyó a la Legión Argentina, fascista y racista, y a los nacionalistas filonazis argentinos; estuvo detrás del movimiento fascista brasileño dirigido por Plinio Salgado, con sus Camisas Verdes; apoyó a las más sangrientas dictaduras sudamericanas (como la de Leguía, que consagró Perú al Corazón de Jesús, mientras reprimía a sangre y fuego la oposición social), la del sanguinario dictador venezolano El Bisonte Gómez, o todas las dictaduras centroamericanas, como la de Martínez Estrada o las caribeñas, como la de Trujillo, en la República Dominicana.

Las dictaduras militares argentinas, desde la del general Onganía, miembro del Opus Dei, así como sus ministros, hasta la del general Videla y sus colegas, contaron con el apoyo oficial de la Iglesia y de sus capellanes militares, que hasta participaban en las torturas o comunicaban los secretos arrancados a los presos bajo confesión.

El hecho de que entre el clero latinoamericano haya habido centenares de víctimas de la dictadura y de que sectores eclesiásticos hayan optado por los pobres y oprimidos, habla doblemente a favor de estos seres excepcionales que no solamente desafiaban al poder represor sino también a la jerarquía de la propia institución y el silencio cómplice del Vaticano (el nuncio durante la dictadura argentina, Pío Laghi, por ejemplo, jugaba al tenis diariamente con el más sanguinario de los dictadores, el almirante Massera).

Por consiguiente, son 500 años de pecados literalmente mortales, realizados por acción o por omisión, los que deben ser redimidos por una Iglesia que está hoy bajo el fuego cruzado del aumento del protestantismo, de las sectas, de otras religiones, y de la incredulidad y el hedonismo y, por el otro lado, del pensamiento único neoliberal que la excluye y la condena.

Cuando las élites conservadoras ya no se forman en sus colegios exclusivos sino en Estados Unidos, la Iglesia, como institución, debe cuidar los fieles que le quedan y recordar a los pobres y los indígenas, a los que pide perdón.

Ahora bien, perdonar es una gran virtud, pero que no excluye la conservación de la memoria ni tampoco una dosis de desconfianza, sobre todo cuando quien pide perdón no menciona específicamente sus crímenes y errores sino que habla de ellos muy en general, demasiado vagamente, como el Papa mismo que pidió a los judíos perdón por la persecución en el Medioevo pero olvidó mencionar la responsabilidad de sus antecesores en el apoyo al fascismo y al nazismo hace apenas medio siglo, su apoyo material a los sobrevivientes de estos regímenes y su silencio cómplice ante las matanzas masivas de izquierdistas, judíos, homosexuales, enfermos mentales, gitanos, resistentes antifascistas en los campos de concentración, cuya existencia decían ignorar.


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