Opinión
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Melancolía de las fiestas navideñas
D

urante mi infancia, entonces no sabía por qué, nunca faltaba alguna de mis tías que, en lugar de mostrar su alegría por las fiestas navideñas que celebrábamos el 24 y el 31 de diciembre, no retenía las lágrimas al dar las 12 de la noche. Su tristeza no dejaba de parecerme incoherente y me despertaba una incierta curiosidad: ¿por qué lloraba cuando debía sonreír y manifestar así la dicha que reina durante estas celebraciones de Navidad y Año Nuevo?

En uno de los círculos de su Infierno, Dante Alighieri, guiado por Virgilio, se detiene frente a una pareja que sigue amándose a pesar de verse condenados, a causa de ese mismo amor, a la pena eterna. Dante relata en este Canto V de su Infierno una historia real que tuvo lugar en su época, tragedia que él supo transformar en verdadero mito: el amor entre la joven Francesca de Rimini y el hermano de su marido, Paolo Malatesta, amor a causa del cual son asesinados por el esposo engañado. “No hay ningún dolor más grande que el de acordarse de los tiempos dichosos en la miseria”, exclama Francesca cuando narra a Dante su historia. Con el paso de los años fui comprendiendo qué arrancaba las lágrimas de alguna tía en momentos en que la felicidad debía desbordarla. Era acaso, supuse después, el recuerdo de una persona querida que ya no es sino eso: un recuerdo.

En efecto, el sentimentalismo o la sensiblería se acentúan durante estas fiestas cargadas de emoción. La alegría franca y sin cortapisas de la infancia, cuando la niñez y su despreocupación despejaban el horizonte al infinito, ha ido desvaneciéndose con el tiempo dejando devorar el horizonte por la oscuridad. Los sentimientos dejan de ser simples y se vuelven complejos. Ni la felicidad ni la tristeza son puras y de una pieza. Las cosas van recargándose de recuerdos y los mismos olvidos se vuelven espesos. Así, creemos ir olvidando cuando, en realidad, abrumamos nuestra memoria sobrecargada de reminiscencias y evocaciones.

En ocasiones, cuando la melancolía navideña me asalta, me pregunto lo absurdo: ¿qué es más doloroso: recordar los momentos felices acabados para siempre o acordarse de momentos dolorosos ya pertenecientes al pasado? Dilema, como todos los dilemas, sin alternativa, pues el resultado es el mismo.

Otra interrogación brota con las lágrimas derramadas cuando suenan las campanas de medianoche anunciando el Año Nuevo: ¿por qué produce esa carga sentimental precisamente en fechas consagradas a un acontecimiento festivo como el nacimiento del Salvador o la llegada de un año donde todo está por suceder y las promesas pueden cumplirse?

Acaso no es posible escapar a la solemnidad de esas fechas tan conmemorativas como ceremoniosas. Un ritual ancestral se nos impone con el peso de los siglos pasados y la ligereza envolvente de un futuro que se anuncia tan atractivo como peligroso, pues todo puede suceder mientras aún existe un mañana. Hay fechas que son simples cifras vacías, números sin significado, meses sin nombre. Pero las hay también que resuenan en el caracol de los oídos y trepan por su laberinto a un pasado que vuelve, de pronto, hasta nosotros, más vivo que nunca, tan vivo como siempre, envolviéndonos con la fuerza de un presente que no termina. Un presente que nos llega desde muy atrás, de antes de nuestro nacimiento, pero donde de algún modo ya éramos. Un hoy y un ahora donde palpita el tiempo, un tiempo sin tiempo, que se impone inmóvil, permanente, en esas fechas, cuando una memoria más antigua que la personal, una memoria colectiva y ancestral, cae sobre nosotros y nos habita durante esos instantes escapados al tictac de los relojes, latidos de un corazón que no cesa de palpitar. Latidos que suenan como campanadas en el silencio del crepúsculo matutino. “¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?”, se pregunta John Donne (Londres 1572-1631) antes de aconsejar: “no me preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.