De acciones oportunas y concertadas
urante al menos ocho años, trabajamos por este medio el tema reiterativo de la milpa prehispánica e incluso llamamos a este esfuerzo “Cruzada por la milpa”, considerando que la palabra “cruzada” remite a una estrategia activa para recuperar algo valioso que el o los usurpadores no supieron apreciar cuando se lo apropiaron y desde entonces se dedican a deshacer su valor, mismo que nunca comprendieron. Si los españoles despreciaron lenguajes que nunca comprendieron y se dedicaron a obligar a sus conquistados por la violencia a imponer sus propias reglas y despreciar las prexistentes, los mestizos y criollos que fuimos sucediendo a los pueblos prehispánicos heredamos de generación en generación el sentimiento de superioridad de las culturas no americanas, y lo que percibieron los invasores como civilización fue impuesto por la buena o por la fuerza procurando deshacer lo emanado de las culturas americanas. En este sentido se fueron aplastando hasta la fecha de hoy los saberes autóctonos y las clases dominantes empobrecieron las culturas prexistentes que, si bien desde hace unas décadas se escogen ciertos rasgos que se rescatan y convierten en mercancías, la totalidad de pensamiento prehispánico y sus rasgos originales se reinterpretan (para mal) haciéndonos creer que son las interpretaciones bajo lupa occidental, la originalidad de que estamos orgullosos como nación. Salvo, ciertamente, algunas excepciones.
Lástima, sin embargo, que entre las excepciones no esté la milpa, pues se le encajonó en una concepción de atraso que no puede compararse, y mucho menos superar, los conocimientos agrícolas importados por los ibéricos. En pocas palabras, no se han superado los prejuicios e ignorancia respecto de los policultivos prehispánicos de América, y también de los asiáticos y los africanos y australianos, cuyas virtudes fueron descalificadas por los representantes de la cultura occidental, que con su superioridad tecnológica dio a sus creadores una supremacía en la fuerza de destrucción, pero no en la producción de bienes útiles para la humanidad y su desarrollo afín a los valores humanos.
Estas aseveraciones pueden probarse con infinidad de ejemplos, pero en estas breves líneas no haremos sino insistir en la superioridad demostrada por una capacidad tecnológica de satisfacer las necesidades humanas de las generaciones habidas en al menos ocho mil años, contra la capacidad tecnológica de destrucción habida en un par de milenios recientes.
Hasta el día de hoy, la milpa evoca en la aplastante mayoría de habitantes de México, un sembradío de maíz atrasado sólo por ser transmitido entre generaciones de poblaciones de origen mesoamericano, atrasado porque no usa fertilizantes químicos ni herramientas para cultivar grandes extensiones de terrenos. Pero reto, una vez más, a los lectores y a los expertos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, para que demuestren la mayor productividad de maíz y frijol del campo en sus monocultivos depredadores de la tierra y la fauna con sus métodos, contra los policultivos milperos que demostraron exhaustivamente su productividad, variedad de elementos nutritivos y complementarios para el uso artesanal con útiles y objetos simbólicos, creciendo al tiempo que crecían las poblaciones, y todo ello preservando la biodiversidad, humedad y calidad de vida a lo largo de milenios previos al desastre de la invasión europea.
Estas líneas van dirigidas a todos los lectores y lectoras sobre todo, porque estamos volviendo a inclinar la balanza del lado donde peor nos va, sin a la vez proteger nuestra viabilidad mediante conocimientos propios. Es decir, inclinamos la balanza del desarrollo del lado donde se requerirá cada vez más el apoyo de los países industrializados, sin prevenirnos con una base de autosuficiencia no sólo en productos para satisfacer las necesidades vitales desde el punto de vista material, sino las necesidades del autodesarrollo inteligente y autogenerado por nuestra historia y experiencia colectiva.
Un buen futuro para México (que nunca alcanzaré a ver) sería proteger, expandir y apoyar el desarrollo que depende de los brazos, piernas, cabezas e inteligencias de nuestros campesinos, debiendo inclinarnos ante ellos, en vez de imponerles, paternalmente, los modos de producción de los alimentos exógenos cuyos parientes indígenas mantuvieron y levantaron civilizaciones sólo comparables a las asiáticas.
Basta de imponer lo exógeno con la mentalidad de los primeros hispanos, renegando de los saberes autóctonos. ¿Por qué no enseñar a los jóvenes y adultos lo que crearon nuestros ancestros y cuyo saber aún existe en campesinos ninguneados incluso por nuestro gobierno, por muchísima buena fe, la cual reconozco?
Estamos en el cuarto para la una del cambio brutal de la Tierra, para bien y para mal. Asumamos ahora ya nuestro papel histórico de recuperación y revalidación de lo extraordinario de nuestros ancestros y nuestras huellas materiales, antes de que desaparezcan de la historia de la humanidad. No se necesita retar a nadie, sino simplemente reivindicar y apoyar la resiliencia de la mejor parte de nuestra historia. No permitamos que nuestras milpas se conserven en museos turísticos. Como los arrozales acuáticos que hicieron falta dos bombas atómicas para reducirlos a unas islas.












