l 28 de febrero de 1992, el entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, publicó una reforma al artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en los siguientes términos: “La nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado”. Era la primera vez en la historia del país que se reconocía la existencia de los pueblos indígenas. También era la primera en que no se reconocían sus derechos, sino se remitían a una ley que en el futuro llegará a aprobarse. Esto no sucedió porque dos años después, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional declaró la guerra al Estado mexicano y puso a discusión a fondo los derechos indígenas en México. Y hasta la fecha no se ha hecho.
El 8 de febrero de 2012, el Diario Oficial de la Federación publicó una reforma al artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para incorporar en ella el derecho humano al agua, dando 360 días al Congreso de la Unión para que aprobara la ley que lo reglamentara. Cuando se venció el plazo constitucional y el Congreso no cumplió ese mandato, ciudadanos y organizaciones sociales se ampararon para obligarlo a hacerlo; el Poder Judicial federal protegió a los quejosos y ordenó al Poder Legislativo cumplir con su obligación, pero éste siguió en omisión, cayendo en desacato judicial. Finalmente, el pasado 3 de diciembre, después de una omisión de 12 años, se aprobó una ley que, dicen sus promotores, atiende el mandato constitucional de regular para garantizar el derecho humano al agua. Dicen, porque voces de organizaciones sociales, de pequeños usuarios del agua y de académicos especializados en la materia cuestionan que al hacerlo se mantengan las disposiciones centrales de la Ley de Aguas Nacionales salinista, que permitió el acaparamiento y la mercantilización del agua.
Esto es claramente palpable en relación con los derechos de los pueblos indígenas. Las coincidencias se notan hasta en la forma. En la Ley General de Aguas, aprobada el 3 de diciembre, se reconocen los sistemas comunitarios de agua, sólo por exclusión de los servicios municipales, se establece que solamente podrán prestar los servicios de agua y saneamiento para uso personal y doméstico, sin fines de lucro, y su operación se regulará en una ley que emitan los estados. La joya de la corona es el artículo 43 de la mencionada ley, el cual expresa que “los sistemas comunitarios de agua y saneamiento, y los servicios de agua para actividades productivas, administrados por los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas, serán regulados por la ley general reglamentaria del artículo segundo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”; es decir, la ley que regule la reforma sobre derechos indígenas, que se publicó el 30 de septiembre de 2024 y que debió publicarse desde finales del mismo año y hasta ahora no se ha hecho ni se sabe cuándo se hará. Sobre la oposición a los intentos de terceros de apropiarse del agua que existe en sus territorios no se dice nada.
El Poder Legislativo del gobierno del cambio adolece del mismo problema que el de tiempos de Carlos Salinas de Gortari, la época dorada del neoliberalismo. Piensan o imaginan que ignorando los derechos de los pueblos indígenas o reduciendo su alcance, éstos no van a ser ejercibles. Se equivocan. En febrero de 1992, a la omisión legislativa había precedido la firma y ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre derechos de los pueblos indígenas y tribales, y a ese tratado acudieron los pueblos para hacer valer sus derechos. La omisión en la recién aprobada Ley General de Aguas viene precedida del reconocimiento en el derecho internacional de los territorios y recursos naturales de los pueblos indígenas, así como del derecho al agua como derecho humano, al cual nos hemos referido. A esas disposiciones se atienen y se seguirán ateniendo los pueblos indígenas a falta de regulación nacional de sus derechos.
Los pueblos no pierden del todo, saben que cuentan con el derecho internacional para defenderse; sobre todo, tienen experiencia de siglos que les dice que sólo organizándose y preparándose pueden defenderse. Quien más pierde es el Estado, que cada día que pasa profundiza su distancia de los indígenas, y esta ley es la más reciente prueba. Los que realmente ganan son los empresarios, pues el modelo para la obtención de las concesiones y el manejo sigue siendo el mismo, ya que las transformaciones que en la ley se introdujeron no lo modifican sustancialmente. El derecho humano al agua, que debería ser el eje de la reforma, se ejercerá sobre el recurso hídrico que quede después de satisfacer las necesidades del mercado. La reforma a la Ley de Aguas Nacionales y la aprobación de la Ley General de Aguas muestra que el discurso que pregona el fin del neoliberalismo es sólo eso: un discurso que encubre la realidad y, como en el gatopardismo, a ésta la han ido cambiando no para acabar con ese modelo económico, sino para fortalecerlo y que siga teniendo larga vida.
El salinismo está más vivo que nunca.












