Domingo 7 de diciembre de 2025, p. 5
La esperada autobiografía de la escritora y poeta canadiense Margaret Atwood (Ottawa, 1939), Libro de mis vidas: Como unas memorias, recorre su infancia en los bosques de Ontario y Quebec, sus primeros cuentos, la libertad de una niñez atípica, sus combates feministas y el éxito universal de El cuento de la criada y Los testamentos. La lucidez, la ironía y la honestidad de la autora atraviesan recuerdos precisos y otros teñidos de fantasía, lo que le permite examinar el acto de escribir, el ejercicio de la memoria y la transformación de la experiencia en literatura. Premiada con el Booker Prize y traducida a numerosos idiomas, Atwood permanece como una voz decisiva de la narrativa contemporánea. Con autorización de Ediciones Salamandra (Penguin Random House), publicamos un fragmento del ejemplar.
Introducción
Casi esperé ver a mi doble corriendo a toda velocidad por el pueblo, perseguido por una turba, pero imagino que las cosas no funcionaban de ese modo.
Ransom Riggs,
El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares
Hace unos años me pidieron que apareciera en una secuencia de acción para un programa de humor. El presentador, Rick Mercer, estaba grabando una serie de escenas en las que personas que eran famosas por una habilidad concreta, como la escritura, dejaban boquiabiertos a los telespectadores haciendo algo distinto y que no tuviera nada que ver con lo suyo, como bien podía ser liarse un porro.
–Quiero que tú salgas de portera de hockey –me dijo Rick.
–Uy, va a ser que no –le dije–. ¿No podría limitarme a preparar un pastel o algo por el estilo?
–No. Tienes que salir de portera.
–¿Por qué?
–Porque tendrá gracia. Fíate de mí.
Así que salí de portera, con la equipación completa, con mis protecciones, mis guantes y mi palo. Se me puede ver en YouTube, ahí sigo, dándolo todo y metida en mi papel de portera; y sí, la verdad es que tiene gracia.
Llevaba mis propios patines de patinaje artístico, pequeñitos y blancos, con unos calcetines negros por encima para que parecieran de hockey. Pero con los de patinaje artístico no hay manera de deslizarse y juntar las espinilleras, así que esas partes más arriesgadas las representó una doble de cuerpo, una dotada jugadora de hockey femenino. Con la máscara puesta nadie diría que no soy yo. La doble se encarga de afrontar los riesgos que tú misma eres demasiado recatada o gallina o poco habilidosa para asumir.
“Ojalá tuviera una doble de cuerpo en la vida real”, pensé. “Me vendría de perlas”.
La cuestión es que sí que tengo una. Como todos los escritores.
La doble aparece en cuanto tú te pones a escribir. ¿Cómo iba a ser si no? Está tu yo del día a día, y luego está la otra, que es quien en realidad escribe. No son la misma.
Aunque, en mi caso, son más de dos. Son muchísimas.
Unos meses después de que se publicara mi sexta novela, El cuento de la criada, participé en una actividad literaria para promocionarla.
Durante la ronda de preguntas del público, con el micro abierto, que muchos de los presentes utilizaban para soltar sus sermones, un hombre dio su opinión.
–Entonces, El cuento de la criada es autobiográfica –afirmó.
No era una pregunta.
–No, no lo es –dije yo.
–Sí que lo es.
–No, no lo es. Está ambientada en el futuro.
–¿Y qué más da?
Aquel hombre no tenía razón. En mi propia experiencia vital, nunca había llevado un conjunto de color rojo con cofia blanca ni me habían coaccionado para que procreara para los mandamases de una jerarquía teológica. Pero en un sentido muy amplio, estaba en lo cierto. Todo lo que se cuela en tu escritura ha pasado antes por tu cabeza de alguna forma. Puede que hagas un batiburrillo y crees nuevas quimeras, pero las materias primas deben haber viajado antes por tu mente. ¿Qué es una “autobiografía”? ¿Sólo una serie de hechos que te han sucedido en el mundo físico, o también una crónica de un viaje interior? ¿Se parece al Robinson Crusoe de Defoe (he aquí cómo construí mi cabaña), o más bien a la Apologia pro vita sua de Newman (he aquí por qué cambié de creencias)?
Cuando surgió la idea de escribir unas “memorias literarias” (¿de quién fue?, mis recuerdos se encogen de hombros, pero fue alguien del mundo editorial), a ella, a él o a quienes fueran, les respondí: “Sería una pesadez. ¿Sabes ese chiste tan malo del viejo pescador de la Costa Este que cuenta peces? ‘Un pez, dos peces, otro pez, otro pez, otro pez...’ Pues mis ‘memorias literarias’ serían más o menos así: ‘Escribí un libro, escribí un segundo libro, escribí otro libro, escribí otro más...’ Para morirse del aburrimiento.
“¿Quién quiere leer la historia de alguien sentado delante de un escritorio peleándose con unos folios en blanco?”
“¡Ah, pero es que no nos referíamos a eso! ¡Nos referíamos a unas memorias, ya sabes, de estilo literario!”, dijeron.
Lo cual me resultó todavía más desconcertante. ¿Qué podría salir de aquello? ¿Una sátira heroica en pareados dieciochescos?
Oh, Aurora de rosados
dedos, que el telón se aparte
y yo aparezca en mi mesa,
entregada a mi Arte.
¿O algo más en consonancia con el estilo gótico flamígero de, pongamos, Poe?
Miles de imágenes de tonos brillantes se arremolinaban en mi aturdida mente, y espectros amenazantes atestaban los tenebrosos rincones de mi cámara llena de tapices. En un arrebato agarré mi pluma hechizada y, haciendo caso omiso al enorme borrón de tinta que ahora adquiría formas demoníacas sobre el pergamino níveo y deslumbrante que había ante mí, me dispuse a...
No, no funcionaría.
Una de mis primeras entrevistas para un periódico tuvo lugar en 1967. Para mi gran sorpresa, y también para la del resto del mundo, yo acababa de ganar el único premio literario importante que se concedía en Canadá en aquella época, el Governor General’s Award, por mi primera antología poética, The Circe Game. En ese momento, vivía en Cambridge, Massachusetts, y era estudiante de doctorado en la Universidad de Harvard. A un periódico canadiense se le ocurrió que sería buena idea hacerse eco de mi galardón, así que, para entrevistarme, envió a un corresponsal de guerra que por aquel entonces acababa de regresar de Vietnam. Imagino que sus amigos se mofarían de él sin piedad. “¿Qué, has vuelto a entrevistar a otra jovencita poeta?”
Me presenté con un vestidito rojo y medias de rejilla. El periodista no llevaba puesto el chaleco antibalas, pero bien podría haberlo llevado. Nos sentamos en una cafetería. Me miró. Lo miré.
Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer.
Finalmente, me dijo: “Cuente algo interesante. Diga que escribe drogada todos sus poemas”.
¿Es eso lo que se habría esperado de mí en unas memorias literarias? ¿Alcoholismo, fiestas libertinas, consumo de drogas, flagrantes transgresiones sexuales, con la premisa de que la propia escritura no es más que un derivado que rezumó o germinó de la pila de residuos orgánicos de mi aberrante comportamiento? Sin embargo, no era a eso a lo que dedicaba mi tiempo, o al menos la mayor parte de mi tiempo.
“Creo que mejor no”, les dije a quienes me habían sugerido escribir mis memorias literarias. ¿O me lo dije a mí misma? Sea como fuere, la palabra importante era “no”.
Aun así, el tiempo pasó, y la idea de unas memorias fue adquiriendo un vistoso brillo fosforescente. ¿No había algo atractivo en la idea?, me susurraba mi siniestro alter ego. Podía describirme a mí misma bajo una luz favorecedora, proyectando una suave nebulosa sobre mis actos más estúpidos o malvados, a la vez que les endosaba la culpa a otros. Al mismo tiempo, tenía la oportunidad de dar las gracias a mis benefactores, recompensar a mis amigos, despellejar a mis enemigos y ajustar las cuentas pendientes que habían caído en el olvido de todos, excepto en el mío. Podía lavar los trapos sucios, podía descubrir el pastel.
Después de publicar El quinto en discordia en 1970, con casi 60 años, al novelista Robertson Davies le preguntaron por qué había esperado tanto para retomar el género de la novela tras sus primeros éxitos humorísticos. Respondió en tres palabras: “La gente... muere”.
Es verdad. La gente muere y, una vez muerta, sobre ella se pueden contar cosas que antes quizá se habrían callado. No obstante, me dije a mí misma, yo no tendría que limitarme a ese tipo de sórdida contabilidad moral. Podría embarcarme en una travesía en busca de mi auténtico yo interior, suponiendo que tal cosa exista. Como mínimo, podría examinar las numerosas imágenes de mi persona que se han ido materializando en el transcurso de los años para luego esfumarse, algunas pergeñadas por mí, pero muchas otras, menos positivas y a veces absolutamente espeluznantes, proyectadas por otros sobre mí. Me han hecho preguntas de lo más extrañas. “¿Por qué tiene usted la boca tan pequeña?”, quiso saber el remitente de una carta. “¿Por qué hay tantas botellas en su obra?”, me preguntaron en una presentación. “¿Su pelo es así de verdad o se lo peinan?” es una de mis preguntas favoritas, y la formularon después de una lectura en el polideportivo de una pequeña localidad del valle de Ottawa que ningún otro escritor vivo había pisado antes.
En algunas variantes de mi persona, soy el terror de los entrevistadores; en otras, hago lloriquear patéticamente a los políticos.
Basta una mirada torva por mi parte para que un hombretón solloce y se agarre la entrepierna, por miedo a que, con mis ojos de Medusa, transforme sus gónadas en piedra.
Mis ojos de Medusa van a juego con mi pelo de Medusa, al que solían hacer alusión en las reseñas de mis libros en una época en que la invectiva era más desinhibida y burlarse de alguien por su físico era la norma, sobre todo si era un hombre el que reseñaba a una mujer. Hay que ver qué susto daba el pelo rizado y/o encrespado y/o a lo prerrafaelita; y si lo llevabas suelto, qué díscola y, ya puestos, demente debías de ser, una descendiente de todas aquellas creaciones literarias femeninas decimonónicas que vagaban por los campos o se tiraban de las torres de los castillos, o de otras anteriores, como Ofelia, que con sus cabellos ondulantes flotaban río abajo, locas como cabras. No es de extrañar que las escritoras de las generaciones previas prefirieran los moños bien tirantes y, más tarde, las ondas en frío lacadas de forma meticulosa.
Las brujas, por supuesto, se soltaban la melena para formular hechizos, desatar tornados y seducir a hombres: puede que algunas de estas creencias pervivieran entre los periodistas culturales varones de mediados del siglo XX, y contribuyeran a mi fama de arpía. O tal vez la conexión sea un remanente de los años cincuenta y principios de los sesenta, época en que cualquier mujer que escribiese cualquier cosa que no fuera destinada a la sección femenina del periódico no sólo se consideraba anormalmente poderosa, sino que rayaba en la enajenación mental. O tal vez provenga de los primeros años setenta, en los que un lenguaje contundente en boca de las mujeres se identificaba con la quema de sujetadores, la matanza de hombres y otras actividades poco femeninas. La novelista Margaret Laurence, de una generación anterior a la mía, se quejaba de que, como tenía hijos, no la trataban como a una autora seria, sino como a una mamá inofensiva que horneaba galletas: “Una simple ama de casa”. Yo, sin embargo, acabé protestando por todo lo contrario: cuando no estaba volando por el aire bajo la forma de un murciélago, afirmaba que era capaz de desmoldar un pastel navideño más que decente y tejer varios jerséis de lana a la vez. Se trata de una dicotomía muy antigua: por un lado, una mujer haciendo cosas de mujeres; por el otro, una escritora seria con un cuchillo guardado en la manga.
“Escribe como un hombre”, dijo de mí otro poeta a principios de los setenta, con la intención de que fuera un cumplido.
“Te has olvidado de la puntuación”, repuse yo. “Lo que querías decir era: ‘Escribe. Como un hombre’”. Este tipo de réplicas me venían de perlas en aquella época.
Si me embarcaba en esta azarosa aventura de las memorias, reflexionaba, podía examinar todas esas diferentes imágenes, más otras que por norma no se tienen en cuenta. ¿Soy en el fondo aquel angelito de tirabuzones bailando claqué de 1945? ¿La rocanrolera con falda abullonada y zapatos oxford de 1955? ¿La aplicada poeta y escritora de relatos en ciernes de 1965? ¿La inquietante novelista con obra publicada y granjera a tiempo parcial de 1975? ¿O la versión probablemente más célebre: la mala mecanógrafa que empieza El cuento de la criada en Berlín, lo acaba en Tuscaloosa, Alabama, y luego lo publica, con críticas para todos los gustos, en 1985?
Más adelante han aparecido nuevas interpretaciones de mi persona. Con el paso de los años, he crecido y menguado ante la opinión pública y, en cualquier caso, inevitablemente, he envejecido. Me he atenuado y he titilado, he resplandecido y he soltado chispas, he adquirido aureolas de santidad y cuernos infernales.
¿Quién no desearía explorar todos esos espejos de feria?
Tal vez sea un ser liminal, que comparte dos naturalezas, un guardián de los umbrales, una criatura que se metamorfosea casi a voluntad; una suerte de Baba Yagá, a ratos benévola, a ratos punitiva, cuya morada es una cabaña en el bosque que corre de acá para allá con patas de pollo, y que sigue adelante metida en un mortero con una maza por remo mientras tararea una cancioncilla alegre aunque, de algún modo, amenazadora.
En mi caso, lo más probable es que la cancioncilla sea la de los enanitos que desfilan de camino al trabajo en Blancanieves y los siete enanitos, la película de Disney que me traumatizó de niña.
Para los adictos al trabajo de corta estatura, entre los que yo me incluyo, es sagrada, aunque el trauma me vino de otra parte: a los seis años, lo que me dejó petrificada fue la escena de la transformación en la que, tras beberse una poción mágica, la hermosa reina se vuelve verde y se convierte en una vieja bruja llena de verrugas. ¡Qué espeluznante, y a la vez qué básico! La acción transcurre en torno a la bella Blancanieves, de voz melodiosa, pero ella no actúa; es la reina malvada quien se lleva las mejores escenas.
Todo escritor sabe que ésa es la verdad. Y todo escritor sabe también que sin la reina malvada o sus avatares –ya sean la invasión alienígena, el huracán, la rompehogares, el siniestro homicida, las serpientes en el avión o el asesino en la casa de campo–, no hay trama.












