a tecnología y la innovación se consideran como las fuentes primarias del progreso económico. Como apunta Joel Mokyr, reciente Nobel, también han generado una ansiedad cultural a lo largo de la historia. La tecnología, dice, se ha representado en diversas ocasiones como algo extraño, incomprensible, poderoso, amenazante y hasta posiblemente incontrolable.
El asunto se asocia con el efecto del progreso tecnológico en la sustitución del trabajo por las máquinas, lo que provoca el desempleo tecnológico, con sus diversas consecuencias y, además, la inquietud asociada con las implicaciones morales del proceso tecnológico sobre el bienestar humano.
Hoy, presenciamos un fenómeno de rápido y amplio cambio tecnológico, asociado con lo que genéricamente se denomina como inteligencia artificial (IA) y que provoca el entusiasmo, en ocasiones desbocado, de una parte, y la incertidumbre y temor de otra.
De lo que se trata es del potencial de la IA para avanzar el nivel de vida de las personas, cuestión que suele expresarse desde un criterio económico como los cambios en el producto interno bruto per cápita a lo largo del tiempo.
En un artículo publicado por el Banco de la Reserva Federal de Dallas, esto se plantea a partir del señalamiento de que, entre 1870 y 2024, los niveles de vida han crecido de modo relativamente constante; un proceso derivado fundamentalmente de los incrementos de la productividad. Este fenómeno se asocia con la destrucción y la creación de puestos de trabajo.
Una línea de la discusión se ha planteado en términos del impacto que podría tener la IA. ¿Será similar al observado históricamente y elevará las condiciones del bienestar general? O bien, provocará un entorno más extremo, lo que se relaciona incluso con la noción de una “singularidad tecnológica”.
Atendamos brevemente a este escenario por las disyuntivas extremas que ofrece. Remite a la posibilidad de que la IA sobrepase a la inteligencia humana y conduzca a un rápido e impredecible cambio en la economía y la sociedad. Esto derivaría en diversos entornos en los que las máquinas incrementan la capacidad productiva hasta el punto de reducir de modo significativo el problema de la escasez. El otro extremo, cercano aún por ahora a la ciencia ficción, llevaría a la extinción humana.
La empresa tecnológica IBM describe el fenómeno de la singularidad como “un escenario teórico en el que el crecimiento tecnológico se vuelve incontrolable e irreversible, culminando en un profundo e impredecible cambio en la civilización humana”. Reconoce que, en teoría, la emergencia de la IA pudiese sobrepasar las capacidades cognitivas de los humanos y mejorarse de manera autónoma.
Entretanto, el proceso de generación de la IA procede por varias rutas y se plantea que su difusión en particular en el campo productivo no sería de modo automático. Pero, en todo caso, repercutiría en un ajuste en el campo laboral mientras se redefinen las funciones, los procedimientos, los modos de trabajo y la sustitución por las nuevas tecnologías. La llamada curva J indica que la introducción de nuevas tecnologías y procesos productivos tiende inicialmente a provocar un descenso en la productividad para luego recuperarse de modo rápido en relación con la tendencia original.
Así que hay diversas etapas de ajuste en términos del modo de trabajo, de las capacidades y las especialidades laborales, así como del tipo de los empleos requeridos y su cantidad. En términos generales, se considera que la IA analiza e interpreta los datos y mejora la eficiencia, precisión y la forma en que se toman decisiones en un marco determinado de operación. En tanto que la IA generativa crea textos, imágenes, música y diversos modelos con base en el conjunto variado de datos existentes.
El debate sobre las consecuencias productivas y sociales del desarrollo de las tecnologías asociadas con la IA está hoy en una fase altamente controvertida. Prevalecen distintos puntos de vista sobre las consecuencias de este proceso de cambio. Hay quienes, desde una perspectiva económica, sostienen que las consecuencias de la IA no serán muy distintas de otras formas anteriores de cambio tecnológico, entre las que se señalan la electricidad, el motor de combustión interna, las computadoras o los robots.
Desde el lado de las empresas tecnológicas que impulsan la IA, la postura es en general muy definida, como no podría ser de otra manera en un sector que exige enormes inversiones, que está plenamente en una etapa de formación y tiende hacia la esperable consolidación de la industria.
En este ambiente, tal vez una expresión muy ilustrativa del estado de las cosas es la que ofrece Sam Altman, de Open AI, quien ha dicho que “sentiría vergüenza si su empresa no fuera la primera en estar encabezada por un director ejecutivo de inteligencia artificial”. Éste parece ser un caso llamativo de inmolación.
Otra situación de exceso que muestra las expectativas que tienden a desbordarse en cuanto a las consideraciones del potencial de la IA lo ofrece el controvertido y prácticamente omnipresente Elon Musk. Ha dicho recientemente, a modo de un arrebato, en una larga presentación e improvisada, que “con la IA y la robótica, se podrá realmente acrecentar la economía global por un factor de 10 o 100. No hay nada como un límite obvio”. La idea de que la producción puede crecer de modo indefinido es un asunto ampliamente cuestionado.












