etenida en el andén, esperaba. Vestía un excesivo, dado el clima, abrigo esponjado color blanco, mas no inmaculado. Debía estarse asando. De las mangas le brotaban tatuajes en rama, como si por dentro le creciera un árbol. Escuchaba música por los audífonos, blancos también. Lejana, indiferente. A la espera de La Compadre y Talismán, que ya venían trotando en lenta cabalgata desde el fondo del andén de Juárez. Absorta, Jaira no reparó en ellas. Parecía tranquilizar sus impaciencias.
Llegándole por atrás, La Compadre y Talismán la flanquearon simultáneas, viendo al frente, aguantando la risa, imitando a Jaira absorta. Ella, claro, las notó. Cortita la sonrisa. Las dos arracadas en la nariz, vibrando, acusaron recibo. Así quedaron las tres, sin mirarse, la vista al frente, expresivamente inexpresivas, hasta que arribó pitando el Metro versión oruga, relativamente lleno. Se abrieron las puertas. Nadie salió. Alineadas como estaban abordaron el vagón. Parecía una coreografía.
Era una coreografía. La Compadre y Talismán empuñaron los tubos verticales como si fueran lanzas, chocaron los talones y se pusieron a zapatear. Jaira se abrió el abrigo girando sobre su propio eje dos, tres, cuatro, incontables veces. Los que estaban cerca se tuvieron que echar atrás. Pese al movimiento del tren ella no trastabilló en ningún momento, dominó la gravedad de manera inexplicable. Sus amigas seguían zapateando para la arborescente derviche hija del área metropolitana.
Al parar el convoy en la siguiente estación, Jaira se detuvo mirando al frente, inmóvil como al principio. En cuanto las puertas se deslizaron para abrir, ella salió hecha la bala y tras ella sus compañeras, desafiando las reglas de la cortesía y casi las de la gravedad. Los que aguardaban para abordar, casi arrasados, les dieron paso a regañadientes.
La Compadre, de tensa minifalda y compacto cuerpo, chico tatuaje en el muslo derecho, soltó la primera carcajada. Talismán vestía como obrera, o testiga de Jehová, ropa parda y zapatos de hebilla. Se abrazó a Jaira. Al fin se saludaban. La Compadre, poniéndose de puntas para alcanzarlas, se unió al abrazo. Estorbaban a la gente, pero no les importó.
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En la colonia ya no los aguantan. Torbellino inesperado, atraviesan las cuadras del rumbo hagan de cuenta que en avispero, zumbando su relajo, apretando timbres y campanillas en las vecindades, tumbando cachuchas, clavándose manzanas de la recaudería. Quién sabe qué anfetamina o cafeína o dopamina les corre por el cuerpo todo el día que parecen niños con oxiuros o qué sé yo. Y niños no son, que va, si ya dejaron de crecer hace rato y como estudiantes siempre han sido remisos y más malos que la tiña.
Primos segundos peor que hermanos, no son Hugo, Paco y Luis, pero así los llamaremos. Los pobres no tienen un tío Rico Mac Pato que los solape, y al único que tienen, Rolando, no le conceden más autoridad que al Pato Pascual, o sea ninguna. Sus madres ya se rindieron, y sufren cada que las comadres y vecinas critican a los hijos desbalagados que les salieron. No son malos. Ni borrachos de banqueta ni metiéndose las drogas que circulan por el rumbo y, duele decirlo, en las escuelas.
Esa tarde llevaron su desmadre al Metro y siguiendo a los peregrinos y feligreses se bajaron en Hidalgo a la procesión de San Juditas, cientos de ellos en brazos de hombres y mujeres. El Güero, un Hugo más punk que Paco y Luis, de pronto se puso místico y a la entrada del templo de San Hipólito, en unas horas que lo que sobra es gente devota, ni respirar se puede en los apretujones, considerando además las vestimentas y bordados de los santos que visitan su templo para que los bendigan, y de paso a sus dueños, que cuentan con él para las causas que en estos momentos les resultan desesperadas.
¿Será que El Güero encontró su camino a Damasco, y se percató de pronto que es un caso desesperado? Se preguntó para qué soy bueno y se respondió que para nada. Paco y Luis se friquearon, lo quisieron levantar de los hombros y el otro no se dejó, déjenme en paz, culeros.
Los fieles que llegaban se sobresaltaron de la palabrota en el umbral de la iglesia. Una mujer y su santito toparon con el punk genuflecto y se conmovió. Joven, ¿quiere?, y le ofreció cargar con ella a San Judas Tadeo. El Güero se incorporó, de un beatífico que quién lo viera, caminó con la buena mujer al centro de la atiborrada nave hipólita y se perdió en la masa peregrinante.
Paco y Luis lo dieron por perdido, alzaron los hombros y se fueron dirigiendo al Metro de vuelta, sumidos en la perplejidad. Que qué le pico a Hugo era su pregunta en la mirada. Se agüitaron rumbo a los andenes y en esas que se topan con tres morras locas abrazándose, bien estorbosas. A una le salían tatuajes por las mangas como si trajera un árbol dentro. Quedaron prendados. La Compadre les dijo, volteando sin soltar el abrazo con sus amigas: ¿y a ustedes qué se les perdió? Si supieras, pensó Luis, apenado sin motivo, y siguió su camino con Paco.












