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El Index Trump
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a censura es un juicio, pero un juicio que implica condena. Busca controlar y suprimir. Por eso, para Bernard Shaw, “el asesinato es la forma extrema de censura”.

Ese es el riesgo de la creciente censura en Estados Unidos. Los más de 4 mil títulos prohibidos en la administración de Donald Trump vienen aparejados con la persecución de los migrantes que ya ha cobrado la vida de varias personas.

Según la organización PEN América, entre 2024 y 2025 se prohibieron 6 mil 870 libros en escuelas públicas de Estados Unidos. Un total de 4 mil títulos, entre los que se encuentran Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez; Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago; La casa de los espíritus, de Isabel Allende; Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro; La hierba está cantando, de Doris Lessing; Desgracia, de JM Coetze; El señor de las moscas, de William Golding; Shidartha, de Herman Hesse; Doctor Zhivago, de Boris Pasternak; Por quién doblan las campanas, de Hemingway; Al este del edén, de Steinbeck, y, entre otros, El libro de la selva, de Kipling. De no creerse.

Esa censura oficial también la hemos padecido en México. No se entiende la demonización del concierto de Avándaro sin la censura previa a Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, que también anticipó la represión del 2 de octubre de 1968. La música, para el entonces presidente, Luis Echeverría, era un detonante social. El rock alternativo, sin opciones en los espacios públicos, sólo floreció en los hoyos funky. Esos lugares fueron para José Agustín la respuesta de los jóvenes a la exclusión social y a la represión sexual y política por obra de un sistema autoritario.

Los desplantes de fuerza promovidos por Trump en Estados Unidos más que mostrar fuerza son, si seguimos los razonamientos de Julian Assange, muestras de debilidad. Cuando organizaciones y gobierno “buscan contener el conocimiento y suprimirlo por la fuerza están dando la información más importante que se necesita saber: que hay algo que vale la pena mirar”.

Tiene razón Assange: la supresión da fuerza, llama la atención, empodera. El Ulises, de Joyce, estuvo prohibido un par de décadas. Fue quemado en París antes de ser publicado como libro y proscrito en Nueva York por obsceno. El servicio postal impidió en varias ocasiones la distribución de la revista The Little Review, donde se publicaba por entregas. Cuando fue libro se condenó a 10 años de prisión a quien lo distribuyera. Quizá por todo eso el gran mérito del Ulises, más allá de su apuesta literaria, haya sido su batalla contra la censura, su defensa de la libertad.

Para George Steiner, tres demonios han obstaculizado la democratización del conocimiento: los intereses de las multinacionales, el aislamiento de los expertos y la censura de los gobiernos. El más peligroso sigue siendo “la censura gubernamental”.

La prohibición trumpista de los libros está dirigida principalmente a obras que hablan de diversidad, género y raza. Por eso resulta curioso que la moda en cambio, reina de lo efímero, caleidoscopio de las metamorfosis de cada temporada, refleje el horror a lo distinto.

Jeff Koons resume bien ese barroco moderno que miramos en vitrinas, anqueles, botaderos de los supermercados. Sus mercancías nos seducen hacia lo diferente, así millones de personas vistan y calcen lo mismo. La literatura, en cambio, nos acerca a lo distinto desde otra orilla. Si la moda nos distingue según el precio que podamos pagar, en la literatura cada lector tiene su Cien años de soledad, su La casa de los espíritus más allá del precio. Uno agrega a lo diferente, a lo que nos causa extrañeza de esas novelas, lo propio. Las plagas que azotan a Macondo no pueden ser las mismas para un lector intensivo de la Biblia, como Carlos Monsiváis, que para los miles de jóvenes que no han leído siquiera sus versiones más modernas.

Lo extraño, lo diferente, diría Adorno, nos ayuda a ejercer el pensamiento crítico; la moda, a adormecerlo. Las grandes obras literarias encierran en su corazón de palabras un misterio, el misterio que le será revelado a cada lector en forma única.

El pensamiento autoritario aspira al infierno de lo igual; la cultura de la ansiedad de consumo no conoce lo distinto. Si la moda es el reino de lo efímero y la única “disidencia” aceptada, por eso las clases políticas temen a la literatura. Sólo así entiendo la imposición de códigos de silencio. ¿Cómo aceptar la extrañeza que nos provoca ese mundo de La casa de los espíritus o Macondo, ese pueblo donde las cosas se señalan con el dedo porque aún no tienen nombre?

Las lluvias de flechas que ensombrecían el cielo según nos relata Homero en su poema, nos mostraban cómo la oscuridad antecede al baño de sangre. La censura es esa sombra anticipatoria.