xiste una semilla enterrada en el tiempo, una raíz. El abuelo materno de la artista Vanessa García Lembo, de origen italiano, tuvo un taller donde se fabricaban piezas industriales en bronce y cobre –alambiques para cerveceras, moldes y encargos de todo tipo–. Pero junto a la precisión del oficio, también surgían objetos sin función aparente, guiados sólo por la imaginación. En ese espacio, García Lembo pasó muchas horas de su infancia. No lo sabía entonces, pero aquel rito de transformar la materia en formas sería la huella que la conduciría al arte. Tal vez, desde ese lugar de humo y destellos naranjas, su destino empezó a escribirse en silencio.
Su padre, aficionado a la fotografía, adaptó un cuarto de servicio en un laboratorio de revelado, y ella observaba con la curiosidad intensa y silenciosa de los niños, sin juicio. No le enseñó técnicas ni encuadres, sino algo más profundo: el valor de ver, que es distinto de mirar, de esperar, de encontrar sentido en lo invisible. En el arte, como en la fotografía, lo esencial muchas veces se revela en la oscuridad.
Muy joven, a los 16 años, García Lembo estudió la preparatoria en Oregon, Estados Unidos. Allí conoció a una estudiante alemana y entabló amistad con ella. Al final del ciclo escolar, su amiga la invitó a Hamburgo, Alemania, una ciudad extraña y luminosa, distinta a todo lo que había conocido. En esa ciudad estudió y trabajó en el taller Carl Róhrig, un espacio amplio, lleno de luz natural, telas en blanco, pinceles usados y botes de colores abiertos. También asistió al taller de Pulley-Beuys. Fue entonces, entre el olor del óleo y el silencio contenido, que sintió con certeza –no como una idea abstracta, sino como sensación física– que necesitaba pintar.
Era como si todo lo anterior la hubiera preparado, sin saberlo, para ese momento: el taller de su abuelo, donde de niña pasó horas en silencio; el cuarto oscuro de su padre, con su alquimia callada y sus luces rojas; incluso el modo en que aprendió a mirar el mundo. Todo, absolutamente todo, la condujo a esos lugares donde aprendió a observar y a dibujar, a no usar regla, a borrar lo menos posible. Luego vino la inquietud por la historia del arte y la teoría, y decidió volver a México para ingresar a la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, dispuesta a integrar la formación técnica con una visión crítica y conceptual.
La experiencia en Alemania y el paso del tiempo se reflejaron en su obra. García Lembo construye paisajes fragmentados, como la vida misma, donde se insinúa una narrativa. Sus cuadros mezclan fotografía y pintura, lenguajes distintos que se encuentran y se respetan. Con ellos crea paisajes industriales y portuarios que no pertenecen a un solo lugar, sino a muchos a la vez: territorios reconstruidos desde la memoria, la experiencia y el desplazamiento.
En ese proceso descubrió el kintsugi, técnica japonesa que repara cerámicas con oro. Lejos de ocultar las fracturas, las realza: las vuelve parte de la historia del objeto. Lo roto no se descarta, se transforma. La herida no se borra, se reconoce y se embellece. También el tiempo deja marcas que pueden ser hermosas. García Lembo lleva este gesto a sus fotografías: al intervenirlas, rompe para volver a unir.
Como artista ha sido persistente, enamorada de los procesos. García Lembo rompe las reglas para ensayar su propio lenguaje. Su obra ha sido distinguida con el Premio de Pintura Alfredo Zalce, una mención honorífica en la cuarta Bienal de Monterrey, así como diversas becas para residencias artísticas en Canadá, Turquía y México.
García Lembo se casó con su trabajo, que la empuja aun cuando todo lo demás parece desvanecerse. La fidelidad al oficio creativo, asegura, tiene un valor profundo: es creer en uno mismo. Así ha hecho su camino en el arte: entre cobre y bronce, fotografía y viajes. Y sabe que la mejor manera de estar viva es creando.