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¿La fiesta en paz?

Hoy ya nadie está dispuesto a perder la razón delante de un toro, observaba Cioran tras una corrida en Arles

T

radición que no se siente y no se entiende, no se sostiene, por más dinero que tengan los que se dicen interesados en salvaguardarla y promoverla. En México la fiesta de los toros alcanzó su nivel de incompetencia gracias a la mentalidad de políticos y taurinos que no supieron disminuir vicios ni quisieron corregir desviaciones, así que mejor compartir las opiniones del escritor E.M. Cioran (Rasinari, Rumania, 1911-París, 1995) acerca de la tauromaquia, escuchadas hará una media centuria en breve charla con improvisado grupo.

Al término de una corrida, acompañado de una sugestiva mujer, Cioran salió del imponente anfiteatro romano de Arles y se dirigió a un café cercano. Apasionado por el misterio del ser humano más que por la función taurina y sin que su perturbadora obra alcanzara aún la fama de que hoy goza, accedió, sin ocultar su fastidio, a responder a unos jóvenes que lo habían identificado.

Son tan vigentes sus conceptos que parecen haber sido externados ayer y, como todo lo que dejó escrito el seductor ensayista cuya lucidez y exceso de importancia personal supo apuntalar con un espléndido estilo literario que resiste traducciones sin perder brillo, estos comentarios tampoco tienen desperdicio.

Uno de los integrantes del reducido grupo le preguntó que cuál estilo de torear prefería, a lo que el autor de La tentación de existir, entre otros valiosos títulos, toreramente respondió: Como en toda celebración popular, sobran las comparsas y las individualidades resultan anómalas. Nunca como hoy hace falta arrimarse a una lucidez que rebase la técnica de lo meramente profesional. La preocupación por la expresión auténtica es propia de quienes no pueden atenerse a una fe. En los toreros veo a pequeños dioses soberbios que a duras penas y por unos instantes intentan creer en ellos mismos frente al peligro que pueda representar el toro. Imágenes, rezos o medallas los calman un poco, pero no les permiten un apoyo como el que tienen que echar mano de sus propias fuerzas, surgidas de una fortaleza primitiva, esencialmente descreída del sentido práctico, incluida la devoción.

¿Enfrentarse a un toro no exige una fe más allá de sí mismo?, preguntó otro. Cioran replicó: “Esa llaga de nueve aberturas, como define el Bhagavad-gita al cuerpo humano –¡diez!, corrigió su acompañante–, en el caso del torero desafía la eventual posibilidad de otras perforaciones dolorosas, en una mezcla de vanidad y de castigo, principalmente por la primera, y por no sé qué desconocidas faltas, más de la humanidad que de ellos mismos. En medio de la enajenación del mundo vienen a ser los últimos héroes de una insensatez deliberada, lo que a veces los dignifica”.

¿A veces?, saltó otro. “Sí, cuando aún no se han obsesionado por la fama y el dinero, sino por una inmolación sin cálculo y una expresión personal desesperada. En la mayoría de los que destacan, su ceguera ya ha elegido por ellos hasta volverlos víctimas de la ambición, la fama y la monotonía, y muy pocas veces de la inquietante disposición a sacrificarse, como aquellos mártires durante los postreros gestos de dignidad del imperio romano, que los echaba a las fieras en anfiteatros como éste –señaló hacia la milenaria arena arlesiana–, con un público igual o más ávido. Hoy ya nadie está dispuesto a perder la razón delante de un toro”.

¿Y por qué?, inquirió una chica. “Este concepto equivocado de progreso debilitará al planeta y acabará de aturdir a las personas –repuso Cioran mientras apuraba su vino–, por lo que tan sugestiva práctica ancestral será calificada de retrógrada por aquellos interesados en aprovechar el aturdimiento general para evitar un rito que aún pone en entredicho esta evolución ficticia”, concluyó antes de marcharse.