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Economía política de los energéticos: la cuarta
P

ermítaseme reiterar que la construcción de una prospectiva energética de larga duración exige una extensa e intensa participación social, capaz de fundar renovados hábitos sociales, personales, familiares, colectivos, públicos, empresariales, agropecuarios, industriales, comerciales y financieros, para decir lo menos.

Sin duda, es cierto que junto con esos hábitos –malos hábitos en muchas ocasiones– se requieren, al menos, cinco lineamientos estratégicos, cinco impulsos esenciales que guíen nuestra transformación energética, la que evidentemente incluye nuestra transición en la materia:

1) Impulso a cambios en la estructura económica, respaldados sin duda, por los cambios sociales; 2) impulso a un cambio tecnológico, capaz de originar, dinamizar y soportar renovados hábitos sociales; 3) impulso de política públicas conducentes, motivantes y congruentes, de largo aliento y consistentes; 4) impulso hacia una digitalización capaz de respaldar y alentar, incluso entusiasmar hacia los cambios objetivo; 5) impulso hacia una ruptura máxima de la relación consumo de energía y desarrollo económico, de forma tal que tengamos el máximo bienestar con el mínimo posible de energía.

Hoy podemos decir, además, que los indicadores fundamentales que nos permiten evaluar el éxito de nuestra transformación energética, son: 1) intensidad energética decreciente, con sólida participación laboral en los renovados procesos industriales y clara orientación a disminuir costos; 2) energía limpia creciente, con acuerdos sociales limpios, especialmente en tierras comunales, colectivas, ejidales, municipales, estatales, federales y particulares con riqueza hidráulica, geotérmica, eólica y solar, al menos; 3) electrificación similarmente creciente en usos finales, con atención a la calidad y confiabilidad del suministro y trato pulcro a trabajadores electricistas y usuarios del servicio público; 4) aliento máximo –pero óptimo en términos de recursos y requerimientos– a formas distribuidas de generación, primordialmente en viviendas y pequeños establecimientos artesanales, industriales y comérciales; 5) pulcritud financiera en todos los sentidos, en todos los niveles y en todos los órdenes.

Esto, evidentemente –reitero– exige consensos sociales, pero, eventualmente, normas que sancionen dispendio, abuso, rentismo, especulación y usura energética, en donde se presente, entre otros fenómenos sociales que padecemos. No es de otra manera que lograremos tanto un volumen justo de combustibles y electricidad para sostener una renovada vida social, como una similarmente justa estructura y disposición, producción y consumo justos de combustibles y electricidad.

Las políticas públicas pueden y deben impulsar, promover y sostener esos hábitos renovados, pero nunca sustituirán la fortaleza y el impulso sociales.

La justicia energética exige comportamientos sociales que abatan el daño ecológico, combatan el desastre climático, destierren la especulación y el abuso, y propicien un mayor bienestar para las sociedades.

Y, sin duda, un panorama de vida más alentador, con mayor esperanza de abatimiento gradual, pero continuo de la desigualdad. De veras.