
Sábado 12 de julio de 2025, p. a12
La remasterización de una joya discográfica a partir de la grabación de las Sinfonías 8 y 9 de Anton Bruckner, dirigidas por Otto Klemperer, habilita nueva visitación al universo portentoso del mejor sinfonista de la historia.
La versión de Otto Klemperer a la Sinfonía 8 de Bruckner es un referente. Sus cualidades lo apartan del promedio. Rebasa la condición de director bruckneriano
, título que muy pocos directores merecen, para ubicarse en ejemplo de música pura, sin aditamentos.
Las sinfonías de Anton Bruckner (1824-1896) se erigen como lo más elevado en términos musicales. La dificultad técnica para los músicos, tanto atrilistas como directores de orquesta, la complejidad de sus estructuras, sus tejidos armónicos tan profusos como insondables, entre otras virtudes, lo convierten en un autor poco conocido por incomprendido. Autor difícil, coinciden muchos músicos y muchos escuchas.
Pide un oído atento y concentrado. Brinda, a cambio, placeres mayores.
Frente a la amenidad de, por ejemplo, las sinfonías de Beethoven, los trabajos orquestales de Bruckner compensan por igual. Ambos autores otorgan a sus escuchas elevados niveles de testosterona, suspense, acompañamiento.
Por supuesto, la popularidad de Beethoven es muy superior a la de Bruckner. No es que sus sinfonías sean fáciles
. Su manera de conectar con músicos y oyentes es inmediata.
Ya puestos a comparar, vale la pena mencionar a dos intérpretes de Beethoven que se apartan radicalmente de lo consabido: Nikolaus Harnoncourt, vienés, y Carlos Kleiber, alemán. Ambos directores nos legaron grabaciones discográficas fuera del canon y dentro de lo apasionante, lo verdadero, lo musical.
En el caso de Nikolaus Harnoncourt, tenemos al director de orquesta/pensador cuyo último gran proyecto en su prolífica carrera fue precisamente grabar el ciclo Beethoven, que quedó inconcluso.
En el disco donde interpreta las sinfonías beethovenianas 5 y 4, escribió unas notas al programa que se apartan de todos los hectolitros de tinta que se han regado a partir de esas partituras.
Con ironías finas, desmiente los mohines anecdóticos, echa por tierra las muchas historias que se han tejido, los lugares comunes, para poner en su lugar las íes con sus puntos y sus tildes.
Y eso se refleja en la interpretación dura y maciza que escuchamos en ese disco que ya recomendamos en su oportunidad, porque nos conducirá a Bruckner.
Sucede algo similar con Carlos Kleiber, otro de esos directores, al igual que Harnoncourt, que no reciben los reflectores de los cárayans y otros conspicuos, precisamente porque sus discos piden oídos atentos y concentrados.
Lo que es un hecho es que los pocos discos que grabó Carlos Kleiber, hijo del legendario Erich Kleiber, son tesoros preciados por conocedores.
Imborrable en nuestra mente, verlo en vivo en Guanajuato y en Bellas Artes dirigiendo a la Filarmónica de Viena precisamente con la Quinta sinfonía de Beethoven, enfundado en su clásico traje blanco y volando por los aires, cada nota sudada, cada compás medido con la precisión de un mago. Espectacular.
El disco más preciado de Carlos Kleiber es donde interpreta la Quinta Sinfonía de Beethoven y también la Séptima. Es algo fuera de serie.
Ambos directores, Harnoncourt y Kleiber, llegan a la médula de la música, extraen los secretos mejor guardados, respetan las indicaciones del compositor en la partitura, evitan cualquier afectación sentimental, emotiva o efecto alguno. Lo suyo es la música pura.
Y eso nos lleva a Otto Klemperer (1885-1973), quien nació en Breslavia, Imperio alemán (hoy Polonia) y fue alumno de Gustav Mahler en Viena. Es uno de los últimos representantes de la escuela alemana de dirección de orquesta, con todo lo que eso implica, es decir, los dejos de idiosincrasia que vierten directores teutones de manera inequívoca.
Entre melómanos hay algo que se denomina el misterio Klemperer
, y es lo que encierra su estilo, caracterizado por una sonoridad siempre contenida, exacta, siempre fluida y clara.
Una manera de identificar el estilo Klemperer es poner atención en su uso de los tempi, que son amplios, pausados antes que lentos y siempre en sentido contrario a lo establecido. Por ejemplo, en un tempo indicado como rápido en la partitura, como en un scherzo, Klemperer ralentiza; en un movimiento lento, un adagio, él acelera.
Su búsqueda del origen, de la verdad, es su distintivo. Ese fue también el rumbo que siguieron Sergiu Celibidache, Carlos Kleiber y Nikolaus Harnoncourt.
El misterio Klemperer conduce al éxtasis espiritual, como sucede al escuchar el movimiento lento, adagio, de la Novena Sinfonía de Bruckner, dirigida por él.
Las grandes masas de sonido de las sinfonías de Bruckner son materia específica para Klemperer para lograr la música absoluta. Las disonancias, los clímax ampliados, las frases de secuenciación, la formación de temas a partir de frases cortas, las progresiones armónicas complicadas, los recursos arquitectónicos, todo eso que la mayoría de los directores temen porque no pueden manejar, es en la batuta de Klemperer un campo propicio.
Los zumbidos que preparan el terreno para un choque de sonido sobrenatural que evoluciona hacia un torbellino y desemboca en un estremecedor tema principal, el crescendo continuo, las pausas, los silencios. Ah, los silencios. He ahí el misterio Klemperer: es en el silencio donde todo sucede, es ahí donde anida la potencia absoluta, la intensidad más elevada. La poesía.
El adagio de la Novena sinfonía de Anton Bruckner es un himno que se va tornando cada vez más disonante e intenso hasta que ocurre la famosa disonancia de siete notas, demoledora y terrible, como mirar al vacío, y es entonces cuando, con sigilo, Klemperer lleva un motivo de la apertura del movimiento hacia una atmósfera final serena.
Todo eso hace Klemperer con la Novena de Bruckner, mientras en la Octava toma el desarrollo de la introducción para la descarga de sonido demoledor de una acumulación a gran escala mientras el segundo tema, ubicado matemáticamente en la mitad del primer movimiento, se desarrolla en sentido inverso y conduce a un estallido demoledor.
El tercer movimiento de la Octava de Bruckner, adagio, es el movimiento sinfónico más largo de Bruckner y el que requiere de atención muy concentrada. Es ahí donde se confirma que la escucha de las sinfonías de Bruckner conduce a la contemplación mística.
Pone en acción la parte divina, infinitesimal, que forma parte de la naturaleza humana.
La piedra de toque de la música de Bruckner se remite a un elemento técnico que se conoce como acorde.
Un acorde consiste en un conjunto de notas que suenan simultáneamente o en sucesión y constituyen una unidad armónica.
Un acorde puede ser escuchado sin que suenen todas sus notas, o bien pueden conformarse variantes ad infinitum en una sucesión de acordes y eso da la impresión de ser repetitivo, monótono, aburrido, al menos eso es lo que piensan muchos que rechazan la música de Bruckner, en realidad porque requiere de compromiso, de su cerebro conectado a sus sentidos.
Ese sistema de acordes procura una impresión que confunde a músicos, directores de orquesta y público: la apariencia de repetición, aunque en realidad ningún compás se repite, siempre tiene variantes perceptibles.
El elemento llamado acorde, dijo Wagner, el maestro de Bruckner, representa las fuerzas cósmicas del universo, y esas potencias se convierten en sustancia humana al tomar forma en la melodía. La melodía bruckneriana, tan plena de encanto irresistible.
Escuchar las sinfonías de Bruckner dirigidas por Sergiu Celibidache, Günter Wand, Carlo Maria Giulini y Otto Klemperer, nos conduce a estados de conciencia donde fluyen las ideas, estallan pensamientos y el alma se acurruca en el devenir.
El paso del tiempo.