Opinión
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Pagamos por años de ceguera
U

na de las crueldades de la vida es la imposibilidad de reparar hechos u omisiones que, incurridos en el pasado sin reflexión mayor, hoy nos cobran enormes cargos. Las formas autócratas de gobernar el país desde siempre, se juzgaron acertadas y hasta plausibles.

Aquel zarismo tenía mil caras y un común denominador: la corrupción. Un producto lógico fue ir creando una sociedad cínica que burlonamente se justificaba diciendo: La corrupción es el lubricante del sistema.

Entre las mil caras de ella, aún tenía velada presencia aún borrosa el narcotráfico, palabra síntesis de las variadas modalidades de aludirla, desde la siembra hasta su consumo o posible exportación. Cada modalidad era sostenida por cantidades incalculables de dinero sucio. Su rápido desarrollo en el tiempo fue causa de azoro.

Fue creciendo desde los misérrimos campesinos yerberos y gomeros de Sinaloa y Guerrero hasta ser factor determinante de la inestabilidad de gobiernos locales, ¿verdad, Michoacán, Jalisco o Sinaloa?

Pero hubo algo más, el veneno político que se expandió en paralelo fue la tolerancia, encubrimiento o complicidad oficial. Léase bien, autoridades de todo nivel. Son todavía escasos los casos de consignación judicial de autoridades por nexos con este delito y eso, cuando sucede es sólo a funcionarios menores.

Es cierto que hay una docena de ex gobernadores tras las rejas o eludiendo la justicia. Todos son acusados de ladrones. Sólo uno, un exgobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva Madrid, purga dilatada condena por narcotráfico y sí, es larga la lista de gobernadores y alcaldes o miembros de esos gobiernos que es vox populi su vinculación con narcotraficantes de altos niveles. Brotan nombres: Antonio Toledo Corro, Flavio Romero de Velasco, Tomás Yarrington, Eugenio Hernández, Jorge Aristóteles Sandoval.

En el gobierno federal fueron también numerosos los casos de colusión con el narco, pero fueron encarcelados por asesinatos, robos, contrabando u otros delitos, pero no por delitos contra la salud. Ese delito parece inimputable.

Casos singulares fueron Miguel Nazar Haro y Antonio Zorrilla que, como directores de la DFS, fueron abiertamente conocidos y tolerados como socios y protectores de narcotraficantes por sendos secretarios de Gobernación.

El primero, protegido de Fernando Gutiérrez Barrios, fue sentenciado por asesinar y desaparecer a seis guerrilleros. El otro, Antonio Zorrilla, protegido de Manuel Bartlett, fue condenado por el homicidio del periodista Manuel Buendía, no por sus vínculos con narcos. En los casos mencionados la justicia cínicamente optó por no enterarse de sus otros delitos, los cometidos contra la salud ( narco).

Yendo para atrás, Abelardo L. Rodríguez, presidente de México (1932-34), fue una figura controvertida debido a sus vínculos con actividades ilícitas, especialmente en la zona de Tijuana y Rosarito, Baja California.

Durante su mandato como gobernador de Baja California aprovechó la ley seca en EU para establecer una red de casinos y bares atractivos para turistas estadunidenses. Se asoció con figuras de la mafia local, como Al Capone y Lucky Luciano para montar el lujoso casino Agua Caliente con negocios consecuentes en alcohol y drogas para consumo y contrabando. Su asociación con la mafia y su implicación en actividades ilícitas le han valido el apodo de El primer narcopresidente de México.

Antonio Toledo Corro, gobernador de Sinaloa (1981-86) tragó acusaciones de producir mariguana y amapola en su propio rancho, lo que motivó tensiones entre México y EU, considerando ese país la supuesta protección de narcotraficantes por otras autoridades mexicanas, incluyendo al gobernador. La PGR no halló elementos para judicializar una denuncia del embajador de EU.

Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón, montó un impresionante aparato tecnológico, según dijo, para mejor cumplir su misión, dándole el uso contrario. Tras su función, se avecinó en Dallas, donde fue arrestado. Cumple condena de 38 años en EU.

Estas historias y 100 más hacen irrefutable la aseveración estadunidense de que el narco es tolerado por el gobierno mexicano y que, con crecientes ejemplos, el delito está ya incrustado en estructuras oficiales. Siempre la respuesta del gobierno ha sido el silencio o la defensa a priori del acusado.

Lo dicho puede sintetizarse en que debe aceptarse que Washington tiene sobrada justificación en acusar aun sin autoridad moral. Con ese pliego acusatorio Trump viene por todo, colocando a México en un gran aprieto del que deben esperarse nuevos y peores episodios. Así que o apretamos el paso o lo hace Trump. Numerosas altas personalidades deberían ser abiertamente investigadas desde ya. Urge además una corrección de fondo y un mea culpa al tan largamente engañado pueblo mexicano.

Es imposible regresar a la respuesta tan priísta de que iremos hasta el fondo, caiga quien caiga y ni se toca fondo ni nadie cae. No más eso, por favor, no más impunidad.

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