or donde se le mire, las imágenes actuales que arroja el futuro próximo reúnen un extenso compendio de distopías posibles y numerables. Basta con asomarse a la prensa para seguirlas. Algunos ejemplos. En Rusia, Putin no cesa de amenazar a sus enemigos con una guerra nuclear –no para responder a un ataque equivalente (o simétrico
, como se dice hoy), sino simplemente en caso de que su soberanía se vea entredicha–. Lo mismo sucede en los conflictos entre Israel e Irán o entre China y Estados Unidos (en torno a la independencia de Taiwán); esta última y definitiva versión del destino de la humanidad forma parte de las charlas de café de los mandos militares. Mes con mes, la Organización Mundial de la Salud anuncia la cercanía de una próxima y más aterradora pandemia. En México, las sequías del verano amenazan, cada vez más, con dejarnos sin agua (corroborando los vaticinios de la actual crisis ecológica general). Ni hablar de la prisión cotidiana en que el crimen organizado ha secuestrado a una nación entera. Un dilema al que no se le anticipa solución alguna.
Frente a estas visiones del eclipse del futuro –hay quien las define como un auténtico giro neoapocalíptico
de la subjetividad contemporánea–, el neoconservadurismo, en auge en todo el globo, ha optado por movilizar su retórica en la dirección irónicamente opuesta. La consigna Make America Great Again (MAGA) reúne un dechado de nostalgia incorregible. Peor aún, si se agregan las imágenes de la gran industria automotriz de los años 50, con fábricas de 30 y 40 mil trabajadores, que hacían de Detroit la capital del industrialismo universal. Lo mismo sucede con Frateli di Italia, donde Giorgia Meloni suspira con las glorias pasadas de la Fiat de los años 60 y un país libre de inmigrantes
. Milei, como de costumbre, vuelve extremo todo lo que toca. Su utopía es que Argentina retorne donde se encontraba hacia fines del siglo XIX.
En 2017, un año antes de su muerte, Zygmunt Bauman publicó un libro sobre el tema. Lleva por título un inteligente neologismo: Retrotopías. El texto comienza por invertir la alocución que Walter Benjamin hace de El ángel, la pintura de Klee, al que observa como el Ángel de la Historia. Para Benjamin, el ángel vuelve la espalda al pasado huyendo hacia el futuro mientras vuelve el rostro ligeramente hacia atrás para observar las ruinas que el huracán del pasado ha dejado a su paso. Cien años después, escribe Bauman, este ángel ha dado un giro de 180 grados para dar la espalda al futuro y darse a la huida hacia los paraísos del pasado. La búsqueda del hogar perdido en una era de incertidumbre y convulsiones impredecibles. Se trata, en realidad, de un retorno a la mitología nacional
, en gran parte para suprimir la labor del pensamiento crítico.
En este anacronismo hay, sin embargo, un paso ostensible en falso: no se vuelve al pasado, sino a su idealización. Una variante invertida de 1984, la novela de Orwell. Aunque se trata de algo más que de un discurso o una ideología. La actual pulsión retrotópica está creando un bizarro (y peligroso) animal político: naciones amuralladas por el proteccionismo y centradas en la destrucción de cualquier vestigio del Estado social. Un Leviatán sin cabeza cabalgado por una sola mano: un líder o una lideresa carismáticos.
El primer dispositivo de esta estrategia ha sido la guerra comercial. Los asesores actuales de la Casa Blanca saben perfectamente que Ford y General Motors no volverán a Estados Unidos. Lo que persiguen es otro fin: crear las condiciones para reindustrializar la unión con fábricas inteligentes, robots y rutas digitales. Pero Trump, evidentemente, no logra entender esta complejidad. Maneja el Estado, los aranceles y el ejército como un capo mafioso. Sólo a un capo se le ocurre pedir pago al contado por apoyo militar en Ucrania o en Japón. A esto se le llama en las calles de Nueva York: protección. Trump está a kilómetros de comprender que guerras comerciales son batallas por la hegemonía. En tres meses ha sepultado alianzas que llevaron 70 años en urdirse.
¿Qué puede hacer México en esta situación?
Antes que nada liberarse de la idea de que el T-MEC es, en sí, un dispositivo para el desarrollo nacional. Desde 1994 ha sido un instrumento de expoliación y traslado masivo de riqueza de México a EU. Los mecanismos de esta asimetría han sido múltiples: diferencias salariales abismales, subvención de luz, agua y energéticos, libre disposición de sistemas de transportes y, sobre todo, las empresas que llegan no pagan impuestos al capital (tampoco lo hacen en EU).
La pregunta consiste en si es posible extraer algunos beneficios para la sociedad mexicana de su funcionamiento que no lo pongan en entredicho. El actual Plan México contiene muchas claves para que este giro ocurra: territorializar localmente los procesos de producción, la autosuficiencia alimentaria, nula importación de gasolinas, etcétera. El dilema es de dónde saldrán los fondos para lograrlo. Sólo ofrece una respuesta: el nearshoring. Mientras no se trate de capitales chinos, no habrá problemas. Pero no es suficiente. Se requieren, al menos, dos estrategias más: 1) una reforma fiscal sustancial y 2) transformar a Nacional Financiera en un banco de desarrollo con los fondos del ahorro del trabajo (Afore) que hoy constituyen un dispendioso botín de la banca privada.