Sábado 19 de abril de 2025, p. a12
Celebramos medio siglo de la creación de uno de los referentes de la cultura de Occidente: el disco The Köln Concert, de Keith Jarrett. Álbum doble, vinilo sagrado, lo hemos puesto a sonar tantas veces que hemos descubierto infinitas entradas y salidas del laberinto circular de sus surcos.
Cada vez que comienza a sonar un oleaje corto, repetitivo, lleno de bruma, significa que ya terminó el disco y hay que levantarse del asiento para sostener el brazo del tocadiscos, llevarlo a su lugar de reposo, tomar con los dedos abiertos el plato de acetato, hacerlo girar en el aire, atinar al agujero central, ponerlo a girar en el tornamesa y volver a poner la aguja del tocadiscos en el inicio de los surcos, que es igual al inicio de los tiempos.
En el principio fueron cuatro notas: sol re do sol la.
Y desde entonces, cada vez que suenan, quedamos hipnotizados, aquietados, fulminados por un haz de luz que nos eleva.
El Concierto en Colonia es un referente de muchas generaciones de escuchas, como lo es Kind of Blue, de Miles Davis, aunque ninguno de los dos responde al nombre de jazz
porque ambos revolucionaron tal concepto. El de Keith Jarrett se distingue porque está hecho por una sola persona en un instrumento desvencijado, arruinado, del que extrajo la belleza en estado puro.
Ese piano, navegando en lo más oscuro de la noche, ha iluminado a poetas, arquitectos o simples desvelados. El estado de euforia quieta que despierta en quien lo escucha es un signo de identidad entre melómanos.
Con el Concierto en Colonia nacieron los conciertos a piano solo de más de una hora y media de duración sin un plan preconcebido, sin un tema propuesto ni diseñado.
Es la improvisación en estado puro. Pero no es lo que muchos conocen como improvisación jazzística
, porque ya dijimos que este disco no responde al nombre completo de jazz, ya que todo lo inventa y requiere de una denominación que nunca nadie será capaz de dar porque no la necesita.
La improvisación es el alma del jazz. Pero también hay que decir que Keith Jarrett ha trascendido el territorio de la síncopa, y con la complicidad de su alma gemela, el músico y productor alemán Manfred Eicher, ha creado una música que no tiene nombre pero sí genealogía.
De manera que también habría que crear una palabra que sustituyera al vocablo jazz
cuando hablemos de Keith Jarrett.
Lo interesante de todo esto es que el músico de Pennsylvania no renuncia ni a uno ni a otra: se declara tan improvisador como músico de jazz.
El mundo cobra sentido cada vez que Keith Jarrett saca de la chistera un acorde convertido en melodía que se torna ahora en versos, cantilaciones, un ostinato enardecedor, un mantra, una repetición hipnotizante.
La exaltación tiene forma de notas subrayadas de la misma manera que Ana Pavlova inclina el tronco para que de su pierna izquierda levantada nazca el vuelo de una grulla y de su mano izquierda a lo alto escape un mirlo que repite la célula motívica en una dulce eternidad que se alarga aún más en las teclas del meridiano del piano, enfrascado ahora en un juego de abalorios de ascenso y recoveco, de vaivén marino, de elevación y declinación de un arcoíris.
Si observamos con detenimiento, el acorde ya no es melodía: le salieron alas en la espalda y nos sobrevuela, su mirada en la nuestra nos mece, pone gotitas de agua en nuestra frente y el agua danza, danza, danza.
De manera que lo que era conocido hasta el momento como el arte de la improvisación pianística, el señor que activa el teclado lo ha llevado a los confines de la magia, hacia el territorio de lo sagrado, al espacio donde ocurren todos los prodigios, como esta transfiguración que ocurre frente a nuestros ojos, en nuestros oídos, con sus arpegios, requiebros y armonías que se juntan para armonizarse con el latido de nuestro corazón, que está sereno.
La vista, el oído. El corazón. Los elementos naturales de la poética en Keith Jarrett tienen fundamentos sólidos, influencias nutricias, como el estilo pianístico de Paul Blay y la poesía de Robert Bly: cuando escuchamos, el oído participa, y junta a las parejas; y el ojo ya ha hecho el amor con todo lo que ve; el ojo sabe del placer, se deleita en un cuerpo femenino; el ojo escucha las palabras que hablan de todo eso. Cuando el escuchar toma lugar, las áreas de carácter cambian, pero cuando ves escuchas, y cambian las áreas internas. Cuando el oído recibe delicadeza, se convierte en un ojo
.
Los gemidos, guturaciones, cuasi alaridos canturreos de Keith Jarrett, mientras inventa el mundo en el piano, son un ave que asciende, desciende, vuela, retorna al banquillo del piano y cae, suave copo de nieve, mientras hace sonar una tierna, delicada melodía apenas insinuada entre los pliegues de una célula motívica semejante a los olanes de la falda de una doncella que juega en la orilla del mar a que las olas se convierten en olanes.
Ecos de una escultura en movimiento continuo, imperturbable, mientras se dibuja el largo aliento de una zarabanda, un blues auriga tirada por arcángeles.
Y el pianista detiene el silencio en lo más alto, en lo más hondo, en lo más bello.
Es Keith Jarrett.
Tiene dos orquestas sinfónicas, una en cada mano.
La izquierda vuelca huracanes, trombas, tornados, que contrasta, mano derecha, con leves matices imaginistas. Ya está el alma en vilo, suspendida, levitando, meditando. Gira. Hoguera. Gime. Retoza el corazón en un arrebato de elefantes, los dígitos derechos a lo largo del teclado, estampida, una respiración de clepsidras en el aire suspendidas, los dígitos izquierdos. Se eleva del banquillo, cenital, alza el cuerpo, se arquea sobre el teclado, se ayunta, se arrima, se arrebuja y estalla el primero de los innúmeros orgasmos de la noche.
Ahora está el pianista sobre la parte grave del teclado, bajo vientre, y el viento suena y se arquea y suben los dedos del pianista hacia el plexo solar del piano, del alfa hacia el omega, del edén al paraíso.
Ahora está el pianista en la parte más delicada del teclado, en la caricia más profunda, en la más profunda piel. Un latido en un río de latidos. Cae una nota, una gota de agua, una gota de noche. Gotea. Nochea, infinitesimalmente llueven, pacen, pacentan, una música placenta, una grandiosa música de noche. Nocturna llama.
Ahora está el pianista en la parte aguda del teclado, y entonces se derrama entero, se unta, se despliega una cascada erizada de diamantes. Lo sublime suena fragante, flota, flota. Flota. Fluye lo sublime por las venas. Brazos péndulos. Han transcurrido 72 minutos desde que el pianista se sentó a meditar, a construir una catedral. Se ha transfigurado.
¿Cuál es el secreto de Keith Jarrett? ¿Cuál su pase mágico, su passe-partout, su abracadabra?
El hipnótico rasgueo de su mano izquierda, que contiene las bases de las armonías que giran en lo subterráneo del disco The Köln Concert. Mientras, su mano derecha articula pulsaciones regulares que persiguen como sombras a las variaciones métricas que inventa el demiurgo.
Construye así, o más bien libera, oleadas de lirismo incandescente, pausas reflexivas, exploratorias e inclusive largos silencios. El efecto es devastador: una intensa dramaturgia, una glosa de las tragedias de Shakespeare, pero sin derramar una sola gota de sangre; una conversión de los nueve círculos de Dante a igual número de círculos, pero celestiales; una versión en sonidos de El jardín de las delicias de El Bosco, pero ahora en un lienzo poblado de seres dulces, delicados y sonrientes.
Se turnan en sus manos cánticos: góspel, soul, blues. Resbalan de las yemas de sus dedos arcángeles. Entre el intersticio que hay desde la palma de la mano hasta la punta del dedo medio, se desliza la nave marina que describe Ulises frente a la isla de las sirenas, sólo que aquí nadie lleva sellados los oídos con cera: ese canto no es mortífero. Vivifica.
Luego del Concierto en Colonia, Keith Jarrett grabó un número increíble de conciertos a piano solo para los cuales llegaba al piano, en el escenario, sin tener la menor idea de lo que iba a tocar en la siguiente hora y media.
La estructura de los conciertos para piano solo de Keith Jarrett es siempre impredecible y siempre tiene componentes que se articulan de acuerdo con las siguientes variantes: el lugar donde ocurre el concierto, la acústica de la sala, las características morfológicas, arquitectura interior, el diseño y calidad sonora del piano frente al que se sentará el pensador esa noche.
Otro componente esencial es el público y resulta fundamental: el pensador al piano percibe de inmediato la energía de ese público y responde con los dedos sobre las teclas, la mano en el corazón, al aura gigantesca, esa pira enorme de energía que se concentra en las butacas. Last but not least: el talante del pianista, el cómo se siente esa noche, su estado de alma.
Al salir de su camerino y entrar al proscenio, el pianista ya lavó sus oídos, limpió su mente, retiró todo pensamiento, toda idea preconcebida. Cuando se sienta frente al piano, cierra los ojos, respira pausada, lentamente. Y es entonces cuando el mundo comienza.
Generalmente, lo primero que suena en los conciertos para piano solo de Keith Jarrett es un episodio atonal, un pasaje asimétrico, por lo regular un tentaleo meditativo cuyo significado parece difícil de descifrar.
Desde que hace medio siglo Keith Jarrett y Manfred Eicher inventaron los conciertos para piano solo y grabaron y publicaron las sesiones que les parecieron dignas de quedar registradas en disco y les pusieron a esos álbumes los nombres de las ciudades donde sucedieron tales prodigios, desde el incólume Köln Concert, pasando por Milán, Viena, París, Bremen, Lausanne, Tokyo, Venecia, Budapest y Bordeaux (las sesiones de 1992 en México no les parecieron dignas de quedar grabadas en un disco), se suceden episodios donde campea el blues, el boogie woogie, la balada amorosa, la música de concierto, el góspel, el formato canon, el carácter hímnico. La epifanía redonda y pura.
Eso, una estética del riesgo y un logro prometeico. En eso consiste la montaña de discos que forman parte entrañable de nuestra discoteca personal: una aventura del pensamiento, una meditación profunda, un motivo de gozo, una experiencia de placer supremo, todo eso al alcance del tornamesas.