lguien dijo que para entender el pensamiento complejo, nada mejor que leer las novelas de Fyodor Dostoyevski, más que los densos tratados al respecto. Para imbuirse del latinoamericanismo crítico y libertario, nada mejor y más disfrutable que la obra de Eduardo Galeano.
En los libros y textos periodísticos de nuestro querido uruguayo bebe uno sin meterse en honduras y complicaciones teóricas, una certera crítica a las opresiones que hemos vivido los pueblos latinoamericanos: el colonialismo, el racismo, el clasismo y el sexismo, sin olvidar la dominación de la religión institucionalizada. El de Galeano es un pensamiento decolonial, expuesto desde la perspectiva y desde el lenguaje de los pueblos latinoamericanos.
Mi primer encuentro con Galeano fue Las venas abiertas de América Latina , vasto análisis de la expoliación colonialista de los pueblos y la Madre Tierra en Latinoamérica. A veces criticada, incluso autocriticada, la obra consagra a Galeano como maestro de la sospecha de la historia de nuestra América. Denuncia de la conquista y la colonización, no como expedición descubridora o aventura misionera, sino como saga de la ambición y del despojo. Revelación de la sangre, el sufrimiento y la destrucción ambiental que cimentaron la riqueza capitalista de Europa.
Mi segundo encuentro con Galeano lo propició una amiga uruguaya, ex tupamara exiliada en París. Me regaló la trilogía Memoria del fuego, especie de Canto general en prosa de la historia diversa, polícroma, polifónica de América Latina. Historia social, sin grandilocuencia, con estampas, viñetas breves y sabrosamente narradas de las mitologías indígenas y populares, de las gestas y luchas colectivas, de los claroscuros de sus héroes, de la vida cotidiana y la narrativa de los de abajo, retrato de los excesos, mentiras y coartadas de los de arriba. Es un fresco impresionante, real memoria del fuego libertario que bulle en la patria grande.
El tercer encuentro con Galeano fue muy personal, y de importancia existencial para mí. En 1997 fui secuestrado en la Ciudad de México. Mis captores me llevaron a un hotel de mala muerte; bajo golpes y amenazas me tendieron entre dos camas y me pateaban y amenazaban de muerte. Permanecí tranquilo. Al rato empezaron a ver uno de los partidos de futbol de la Copa América, y cuando no supieron el nombre de un jugador, se los dije. Luego me acordé de una anécdota sobre el futbol –otro de los temas favoritos de Galeano– que había publicado La Jornada el domingo anterior:
Durante la guerra de Bosnia, andaba reporteando allá el equipo del productor Epigmenio Ibarra. Los encuentra una patrulla serbia y como no se podían comunicar, estaban a punto de fusilarlos, entonces el capitán vio en la bolsa de la camisa de uno de ellos su pasaporte mexicano. Lo tomó y viéndolo exclamó: ¡México, Hugo Sánchez!
sonrió, les devolvió el pasaporte y los dejó ir en sana paz. Cuando conté esto a mis secuestradores, la relación con ellos cambió, me dejaron de golpear y hasta me ofrecieron una torta. A mi vez comencé a contarles chistes. Horas después me dejaron amarrado y se fueron. Al transcurrir de un año, nuestro querida La Jornada publica una nota: Aprehenden a peligrosísima banda de secuestradores
, son quienes secuestraron al chofer de la roquera Alejandra Guzmán y a un diputado que salvó su vida gracias a que les contó chistes durante horas” https://acortar.link/cC1VBJ.
Al cumplir 70 años Eduardo Galeano quise agradecerle que sin darse cuenta me salvó la vida. Publiqué en estas páginas Carta a Eduardo Galeano
, contándole la anécdota y dándole las gracias. No sé cómo me llegó su respuesta: Es maravilloso lo que la literatura puede hacer, amigo Quintana
. Entonces me convencí de que escribir, narrar como lo hace Galeano, es apelar a lo mejor, a lo más humano que hay en cada uno, aunque actúe como secuestrador.
Galeano contó esta anécdota en un telenoticiario deportivo de Argentina y luego me hizo el honor de incluirla en su libro póstumo Cazador de historias.
Mi cuarto encuentro con Galeano comenzó desde el primero y aún continúa. Es el leer y releer sus páginas. Repasar sus días y noches de amor y guerra, compartir los abrazos de su libro, recorrer con él el mundo patas arriba, pensar que alguien debería escribir sobre el beisbol con la pasión y el ingenio que él escribe del futbol. Aprender una y otra vez de su narrativa sencilla y profunda, de su libertarismo que no teme criticar a nada ni a nadie, de su capacidad para acercarse a los pueblos y retomar sus imágenes, sus sonidos, sus leyendas, sus sufrires y sus soñares.
Leer a Galeano es trascender el mero disfrute literario. Es un recorrer los combates de nuestros pueblos, un contagiarse de su denuncia de la injusticia, un enriquecer de imaginarios, experiencias y utopías libertarias. Un sumergirse en los momentos de amor, de pasión, de camaradería.
Galeano nunca ganó el Nobel de Literatura. Pero pocos autores hay que hayan inspirado, acompañado e ilustrado con pasión, con belleza y con su vida propia las luchas de nuestra América. ¿Puede haber un premio mejor que ése?