Opinión
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Un espantapájaros parisiense
C

ada barrio de París posee personajes y personalidades con quienes puede tenerse la suerte, buena o mala, de cruzarse con ellos en sus calles. En el barrio de la Maub, apócope con el cual se conoce la zona de Maubert-Mutualité, el caminante podía toparse, todavía hace poco tiempo, con el pintor del color negro Pierre Soulages; con los fundadores de Hara-Kiri y Charlie-Hebdo: François Cavanna y Georges Bernier, conocido como el profesor Choron; con el creador de alta costura Tan Giudicelli; con Danielle Mitterrand, quien siguió habitando el domicilio conyugal desertado por el ex presidente François Mitterrand; con el escritor Jacques Bellefroid, la cabeza cubierta por un sombrero de fieltro en otoño e invierno y un panamá en primavera y verano, en la mano un bastón que le sirve de cetro y arma; con Claude, animador del célebre centro nocturno Le Palace, quien conduce con una correa un hermoso perro que, como su amo, conduce con otra correa –colgada de su hocico– un perro más pequeño.

Los habitantes más antiguos del barrio se reconocen entre ellos y se saludan con una inclinación de cabeza o un gesto amigable de la mano. Entre los rostros que se vuelven conocidos de tanto cruzarse con ellos al paso de los días, hay algunos que, sin darnos cuenta de inmediato, dejan de pasar a nuestro lado. Cuando la ausencia de algunos de ellos se alarga, los vecinos se preguntan uno a otro si alguien sabe qué pasó con tal o cual pasante. Entonces, el vendedor de periódicos, quien se da el tiempo de platicar con sus clientes, o el dueño de una agencia inmobiliaria, quien circula de un lado a otro en las calles del barrio mostrando departamentos a posibles inquilinos y propietarios, dos de las personas más enteradas de la vida de los habitantes del barrio, informan a quien pregunta por esas ausencias si éstas son transitorias, a causa de un viaje o una hospitalización, o si, por desgracia, son definitivas y no debido a la mudanza a otro barrio.

El barrio tiene también sus clochards, entre los cuales, una antigua aeromoza a quien quedan huellas de su pasada belleza, y sus personajes estrafalarios: un alto ruso pelirrojo que canta con voz de barítono, un mendigo al que un día le falta una sola pierna y otro día le faltan las dos, una limosnera que acurruca dos muñecas entre sus brazos arrullándolas con canciones de cuna.

Entre los personajes atípicos, la Maub posee un sujeto de condición que se puede suponer femenina, de apariencia caballuna, cuyo carácter parecería ser irreconciliable con su profesión de comerciante, sobre todo cuando su negocio es una farmacia, establecimiento adonde acuden personas en busca de medicinas cuando no de consejo y apoyo para hacer frente al dolor físico, cuando no se trata, peor aún, de apaciguar un sufrimiento moral.

La dueña de la farmacia debe tener como divisa: el cliente nunca tiene la razón, pues cada uno de sus gestos y palabras parece tener como meta provocar su huida. Su acoso del posible consumidor se inicia en cuanto cruza el umbral y recibe, en voz muy alta y aguda, la orden de esperar sin acercarse al mostrador ni sentarse en la silla desocupada. Esperar qué. Pues esperar a que se le dé la gana atender al cliente. La persecución no termina ahí. Sigue la lectura de la receta médica sospechosa de falsificación, la exigencia de un documento de identidad cuando el medicamento puede ser, según ella, peligroso, los consejos de administración que nadie le pide, la prohibición de recargarse en el mostrador o en alguno de los estantes. Y más vale no intentar conversación alguna, como decir: qué buen tiempo, so pena de ser fulminado.

Y sí, el barrio posee este original personaje. No faltan los comentarios en Internet donde la describen como vendedora de una farmacia que debe evitarse para no agravar la molestia o enfermedad que se padece. Aunque, con un dejo de humor, pueda visitarse esta farmacia como se visita la jaula de una fiera en el zoológico.