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La otra lectura de Los hijos de Sánchez
C

uesta trabajo imaginar que un gran lector, tanto o más que sus compañeros del grupo Contemporáneos, quien como secretario de Educación impulsó una campaña para fomentar la lectura, inició una Biblioteca Enciclopédica Popular y construyó la Normal Superior de Maestros, sea el mismo personaje que al ser publicada la segunda edición del libro Los hijos de Sánchez, en el Fondo de Cultura Económica (FCE), asegurara que el volumen denigraba a México.

Jaime Torres Bodet ya había creado la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos y promovido la construcción de los museos Nacional de Antropología y de Arte Moderno. Y tal vez por ese currículum exitoso en la administración pública se sumó a ese coro abyecto que repudiaba la obra de Lewis, mientras en la calle se escuchaba a Angélica María cantar Dominique nique nique, quien sólo cantaba a Dios, y Los Hermanos Carrión hacían suspirar al respetable con Magia blanca, dedicada a una mujer divina. Eran los años previos a las Olimpiadas que llevarían el nombre de México a todo el mundo; los años previos a la masacre de la Plaza de las Tres Culturas.

Oscar Lewis, autor del libro en cuestión, no era un incendiario financiado por el comunismo, como decían, sino un antropólogo reconocido en todo el mundo. Su obra publicada originalmente en inglés fue considerada uno de los 10 libros más influyentes en la década de los años 60 según la revista Time, y la edición francesa recibió el premio al mejor libro extranjero en 1963.

Hace seis décadas, Arnaldo Orfila Reynal, como director del FCE, publicó Los hijos de Sánchez. Pocos meses después, al agotarse la obra, publicó una segunda edición. Rafael Solana fue el detonante que alebrestó al enjambre de triquitraques que dieron el contexto para que Luis Cataño Morlet, entonces juez del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y presidente de la Sociedad de Geografía y Estadística, en una conferencia pública a la que asistió el presidente Gustavo Díaz Ordaz, presentara una demanda judicial contra Lewis por ser el autor de un libro obsceno y difamatorio. En sus páginas, según Cataño Morlet no existía “picardía, insolencia, palabra soez que no esté escrita y repetida mil veces… ello no es nada, comparado con la cruda descripción de escenas eróticas y homilías de ebrios, mariguanos (sic) hampones y vagos”.

De los muchos que defendieron la obra (Fernando Benítez, Andrés Henestrosa, Ricardo Pozas), una voz llamó la atención: la de una escritora que conocía muy bien la cultura de la pobreza en Chiapas y no tuvo pelos en la lengua para criticar al tribunal inquisidor. Rosario Castellanos escribió en Excélsior el 20 de febrero de 1965:

¿Qué razón es la que se invoca tan deleznable que tiene que recurrir a la fuerza para sostenerse? Esos arrebatos de cólera “no son síntoma sino de la inoperancia… Carecen de contacto directo y permanente con el mundo que los circunda”.

Aunque la Procuraduría General de la República finalmente falló contra la demanda interpuesta por Cataño Morlet (no se perturba la paz, ni se afecta la soberanía, la moral y las buenas costumbres), la campaña contra el director del FCE continuó. Antonio Ortiz Mena, quien como secretario de Hacienda formaba parte de la junta de gobierno de la editorial, fue el verdugo ejecutor que le pidió la renuncia. La lectura para el gobierno diazordacista era clara: ningún extranjero de izquierda podría estar al frente de la editorial.

De nada sirvió ese golpe de censura. El libro fue publicado por dos editoriales privadas y años después el propio FCE volvió a publicar la obra de Lewis. Vicente Leñero la llevó al teatro con una buena temporada de funciones que duró medio año. Arnaldo Orfila fundó Siglo XXI, una nueva editorial con apoyo de la comunidad artística y cultural. La casa de Elena Poniatowska fue la sede del nuevo sello.

El golpe de censura contra el libro y el cese de Orfila Reynal anticiparon el oscuro año de 1968. La tentación autoritaria empieza por la cultura censurando libros, obras de teatro, exposiciones de pintura. Lo que sigue, generalmente, es un plato de sangre. No hay censura menor.