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La acción pública
S

e comprueba, una y otra vez, que los desastres naturales que afectan a las comunidades se relacionan finalmente con decisiones políticas y económicas. Por supuesto que hay accidentes, pero cuando se trata de desastres provocados por fenómenos naturales, sea un terremoto, la erupción de un volcán, un huracán, un tsunami o una DANA (depresión aislada en niveles altos, que provoca lluvia intensa y persistente sobre una misma zona), como la ocurrida recientemente en España, primero en Valencia y luego en Málaga, se advierte que el modo en el que se manifiesta y los daños que causa se asocian con deficiencias significativas de planeación y de gestión.

En un artículo publicado recientemente en el diario El País, Josefina Maestu y Carles Manera plantean el asunto de los desastres y sus consecuencias a partir del concepto de resiliencia. Así, se consideran las situaciones límite, como las que se manifiestan en el entorno ambiental y los choques sociales y económicos que provocan. Se requieren sistemas de evaluación para establecer la capacidad de los territorios para preservar su estructura productiva y recuperarse o adaptarse al cambio. La resiliencia tras una crisis ambiental o catástrofe remite a la misma naturaleza de las actividades productivas. Son fenómenos que siempre han existido, pero que la economía dominante ha ignorado sistemáticamente. Todo ha sido reducir a precios aquello que tiene un valor intrínseco al margen del mercado. Valor y precio: he ahí el abismo.

A propósito de esta dicotomía, es muy significativa y explícita la postura de Donald Trump. Ha dicho que quiere establecer el dominio energético de Estados Unidos, pero basado enteramente en los combustibles fósiles, con una más extensa actividad de perforación para obtener petróleo y gas; con un compromiso de desechar proyectos eólicos y acabar con la locura de los subsidios a los autos eléctricos.Se espera que promueva el desmantelamiento de un amplio conjunto de reglas medioambientales y energéticas. Esta será una importante regresión en la materia, misma que ya había promovido en su primer mandato. Los mercados reaccionan, de modo natural, con movimientos especulativos.

La gestión pública asociada con la población, las infraestructuras y el territorio en el episodio de la DANA ha quedado muy expuesta, junto con el modo de uso de los recursos naturales y del territorio. La combinación es problemática y llega a ser catastrófica. En México un episodio reciente que exhibió estas mismas cuestiones, con las particularidades del caso, ocurrió en Acapulco con el azote del huracán Otis en octubre de 2023 y luego de John en septiembre de este año, extendiéndose a otras zonas del estado de Guerrero.

Hay un asunto íntimamente ligado con estas cuestiones y que tiene que ver con los procesos de diseño, aplicación y gestión de las políticas públicas. Este asunto clave fue estudiado por el sicólogo Donald T. Campbell desde la década de 1970. Propuso la noción de la sociedad que experimenta, a la que describió como aquella que trata vigorosamente de probar soluciones a los problemas recurrentes, que hará evaluaciones tenaces y multidimensionales de los resultados y tratará otras alternativas cuando la evaluación muestre que las reformas han sido inefectivas o nocivas. Concluyó entonces que tal sociedad no existía. Al parecer hoy tampoco.

Campbell reconocía que todas las sociedades prueban hacer reformas innovadoras, pero que ninguna estaba organizada para evaluar adecuadamente los posibles resultados. Las reformas o los programas se mantienen o descartan a partir de criterios o bases inadecuadas.

Esto lo atribuía en parte a la inercia de las organizaciones sociales, a los predicamentos políticos que se oponen a las evaluaciones, o bien, al hecho de que la metodología para evaluar es inadecuada.

Una sociedad que experimenta, advierte Campbell, debe reconocer francamente la ignorancia como una condición indispensable del éxito de las políticas que emprende. Una concepción práctica de este tipo de sociedad apunta al conocimiento de los aspectos relevantes para diseñar las políticas públicas, los que deben sustentarse en escenarios reales.

Esto tiene el fin de descubrir mediante la experimentación nuevas formas de acción pública, que contribuyan con las capacidades para resolver problemas en una sociedad.

La reforma judicial que está en pleno curso en México, puesta en la perspec-tiva de esta forma de concebir las po-líticas públicas, sobre todo una de esta envergadura, no dejó espacios para evaluar sus consecuencias prácticas. El impulso como método de acción política no tuvo correspondencia con la magnitud del problema, mismo que no tiene una solución única y, en cambio, abre aún más frentes en el campo de la procuración de la justicia. La reforma al vapor de la Constitución no se avino con las condiciones reales y prácticas que plantea, como está ocurriendo en la fase inicial encaminada a la elección de los jueces.

El órgano electoral no parece tener la capacidad económica ni de organización para acometer su trabajo. Los posibles escenarios del establecimiento de una nueva organización judicial no están suficientemente delineados. No hubo intento alguno por delimitar el carácter de los llamados errores no forzados, que son los que es necesario prevenir lo más posible. La exigencia política predominó sobre la perspectiva social. Hoy la sociedad está expuesta por esta falta de encuadre en el campo de la ley.