l siempre sorpresivo azar puso ante mis ojos un escrito del cual creo recordar más a su lector que a su autor. Debería, si deseo apegarme a una cierta verdad, afirmar que el supuesto lector era también el autor. Cierto: gracias a uno de esos juegos en apariencia literarios que tanto parecieron divertir a Marcel Proust, el autor de lo que leo es también el lector. Podría incluso agregarse, sin mentir, ni jugar con la suerte al arrojar los dados, que quien escribe un texto es el primer lector.
Siempre asombrosa casualidad, ¿podía serlo de otra manera?, suerte y destino, ventura o desventura, ¿podría no sorprender y, no por ello, ser fatídico? En el texto que leo, el lector es Marcel Proust. Está sentado a una mesa en un recinto cerrado donde la vida humana es comparada por Confucio al vuelo de una alondra.
Casualidad, azar, coincidencia, llámesela como se desee, quiso la suerte que las páginas leídas esa tarde por Marcel Proust fueran escritas por Anatole France. Azar también que este año se celebre el centenario de su nacimiento. No sólo los surrealistas –cuyo movimiento celebra también sus cien años de fundado– buscaron, en las fechas de los aniversarios de nacimiento y otros festejos, los secretos que podrían darles las claves para obtener la revelación de los misterios; muchos otros personajes, más o menos fatídicos, encontraron señales y pistas para resolver los enigmas y arcanos que rigen la vida de los dioses y los hombres.
Verdadero maestro del pastiche, Marcel Proust llevó su ingenio del mimetismo escritural a hacer creer a los lectores de La Recherche (como llaman sus fieles admiradores los volúmenes reunidos bajo el título de En busca del tiempo perdido) que algunos de los personajes de esta obra eran tan reales como el autor, y que el famoso narrador
de la obra era el verdadero autor y era también un personaje real. Tan real como todos los otros protagonistas y actores que pueblan esta maravillosa narración, la cual, a la manera de Las mil y una noches, puede extenderse y continuarse al infinito.
Para volver a una de tantas trampas que nos pone la memoria, tales como el azar que se disfraza con los vestidos de la fatalidad, el lector de la obra es también su autor. Se trata de un personaje sentado a una mesa frente a un libro abierto. Este personaje es, al mismo tiempo, el protagonista y el autor. No se trata de un personaje central de quien se narran aventuras, dichas y desdichas, proezas y desencuentros. Tampoco se cuentan los amores y desamores de un don Juan o un Romeo, una doña Inés o una Julieta. Ni cantan las voces de los aedas, durante las noches estrelladas, los actos heroicos o las batallas que se prosiguen aun cuando, como los héroes de las Termópilas, saben de antemano que la lucha está perdida. Fracaso no sin heroísmo, actos tan simples como respirar y seguir vivo.
Cabe señalar que el autor por excelencia, entre los apasionados de la literatura durante la juventud de Marcel Proust, era Anatole France. El joven Marcel soñaba con verlo en persona, hablar con él, escucharlo. Convertido en personaje literario por la pluma de Proust, aparece como un gran autor en La Recherche.
La vida de Anatole France se extiende más allá de su muerte, ocurrida el 18 de octubre de 1924. Un primer panfleto surrealista colectivo se publicó en esta ocasión y fue firmado por Breton, Soupault, Eluard, Drieu la Rochelle y Aragon. Los ataques de los jóvenes surrealistas contra Anatole France al día siguiente de su muerte fueron tomados como una profanación. Pero los jóvenes surrealistas estaban desencadenados y la violencia de Aragon, quien soñaba con cachetear a un muerto (Anatole France), fue superada por André Breton, quien propuso vaciar uno de los cajones de los bouquinistes (libreros) para meter ahí el cadáver de Anatole y arrojarlo al Sena, donde ya no hará más polvo como hacen sus viejos libros.