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Berlinguer: cuatro décadas después
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nrico Berlinguer, el último gran líder del comunismo italiano, murió hace cuatro décadas, en junio de 1984. Colocado desde 1972 al frente del Partido Comunista Italiano (PCI), el más grande del mundo occidental, se convirtió en referente político de las izquierdas globales. En la estirpe de otros líderes rojos de aquel país, como Antonio Gramsci o Palmiro Togliatti, Berlinguer fue de los más populares y respetado por todas las fuerzas políticas. A su entierro acudieron más de millón y medio de italianos, lo cual hizo del acto fúnebre un símbolo del fin de una fuerza que dominó buena parte de la historia de ese país. Enrique Semo, en México, lo calificó como un sembrador de esperanzas, porque su liderazgo supuso un vuelco radical de las tradiciones socialistas y comunistas.

El nombre de Berlinguer es asociado a la noción de eurocomunismo. Bajo este membrete se han compilado una serie de asociaciones, no todas favorables, que han ensombrecido la comprensión del planteamiento del italiano. Colocado en un conjunto de coyunturas específicas, éstas no pueden universalizarse bajo una sola respuesta, sino que contemplan condiciones específicas, que fueron también compartidas, en cierto sentido, en Francia, Portugal y España, donde las organizaciones comunistas plantearon un cambio de horizonte, con resultados variados.

Sin embargo, el planteamiento de fondo de Berlinguer, el que caló hondo en la historia del comunismo y de la disputa política de uno de los países con mayor tensión –expresada en la noción años de plomo–, tenía menos que ver con un posicionamiento de aliancismo laxo y más con una vuelta de tuerca, que sí tiene cariz universal: la relación inherente entre socialismo y democracia. Es éste el punto esencial, gestado con celeridad después de las grandes transformaciones sociales, pero recibido por un Partido Comunista con gran capacidad de adaptación, modernización y apertura.

Berlinguer adelantó una noción que tiene mucho sentido en medio de la gran crisis ambiental que vive la humanidad. En su momento, con el advenimiento de las tendencias neoliberales, el líder comunista planteó la necesidad de disputar la noción de austeridad. Es quizá el más claro defensor de una visión revolucionaria de la mesura, no pensada como el recorte del gasto social en beneficio de variables macroeconómicas. El italiano tenía en mente la noción de una vida que renunciara al gesto de la riqueza excesiva, del control y combate al productivismo, con eficiencia y efectividad que rechacen el despilfarro de la vida burguesa: “la austeridad es el medio de impugnar por la raíz y sentar las bases para la superación de un sistema que ha entrado en una crisis estructural […] cuyas características distintivas son el derroche y el desaprovechamiento, la exaltación de los particularismos y de los individualismos más exacerbados, del consumismo más desenfrenado”.

Era, sin duda, una apuesta de gran proporción, misma que no tuvo resonancia en su momento. No sólo porque los neoliberales acapararon el término al acorazarlo en un conjunto de predisposiciones tecnicistas que tendieron a la imposición del formato neoliberal, sino porque era también cuestionar parte del propio entramado del socialismo y el comunismo, que no siempre lograron desprender de la visión de progreso y modernización, cuyo eje era que la igualdad era una riqueza creciente, producida en otras condiciones y repartida de manera equitativa.

La apuesta de Berlinguer era, sin duda, más ambiciosa y guarda vigencia. No sólo la cuestión ambiental, cada vez más inclinada hacia grandes crisis, sino también la propia subjetividad de las sociedades, ya no sólo occidentales, propensa hacia el individualismo extendido. De igual forma, la crisis de las formas del desarrollo en el siglo XX y del neoliberalismo en el XXI, apuntalan nuevas formas de organización productiva y una interpelación mayor al problema del consumo, como una dimensión que hay que politizar.

Berlinguer fue un actor del siglo XX, no del todo simpático para las fuerzas con las que se le identificaba, por ejemplo, sufrió un atentado encontrándose en Bulgaria socialista y mantuvo suspicacias sobre la intervención del poder soviético. Por ello, no es raro que su impacto fuera también intenso fuera de Europa o del socialismo del Este. El caso de México es paradigmático en ese sentido; Berlinguer fue el testigo de honor de la disolución del Partido Comunista Mexicano y del nacimiento del esfuerzo unitario del Partido Socialista Unificado de México. El prestigio de Berlinguer llegó a las cúspides del régimen autoritario y de sus reformadores internos, siendo invitado a reunirse con Jesús Reyes Heroles –quien confesó su gusto por Gramsci– y por el entonces presidente José López Portillo.

La brillante estela de Berlinguer se apagó después de su muerte. El PCI entró en crisis y se disolvió con el proyecto histórico del socialismo. Su legado, sin embargo, retumba aún en un momento de proceso de derechización de aquella nación, que había sido la cuna de grandes teóricos y políticos de la izquierda mundial. Su vínculo con México, fugaz, pero significativo, ayuda a pensar el arsenal conceptual de un político que, con altas miras, observó el devenir de la crisis civilizatoria y la manera en que la tradición marxista debía responder.

* Investigador UAM