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Montesquieu se escandaliza
E

s curioso que dos de los argumentos en contra de la elección popular de los jueces, ministros y magistrados del Poder Judicial hayan nacido de un mundo todavía aristocrático: el equilibrio de poderes, visto como contrapeso, y la identidad social como un asunto político. Los dos argumentos nacen en la Inglaterra de la mitad del siglo XVII, tras la guerra civil entre el Parlamento y el rey, que termina con la ejecución de Carlos I.

Entrañan una confusión entre dos campos distintos: la sociología y la política, y parten de la idea aristocrática y feudal de que las sociedades están compuestas por grupos orgánicos –aristócratas, burgueses, y el resto– y que, por lo tanto, la representación política debe obedecer a ellos. Esto da origen a una serie de confusiones que, si bien no resuelve la Revolución francesa, sí las hace positivas. Vayamos por partes.

La idea es que el Poder Judicial es una parte de una especie de máquina que llega a un equilibrio con otras dos partes: el rey –el Ejecutivo, en términos modernos– y el Congreso o Parlamento. Proviene de que, quien lo inventó, Montesquieu, lo concibió viendo cómo las clases se componían en Inglaterra: nobles en la Cámara de los Lores, pueblo en la de los Comunes, el rey, y en el Poder Judicial la aristocracia que tenía sus estudios en leyes.

Esta idea fluye en los argumentos que han dado los magistrados de la Suprema Corte en este siglo XXI: una elección popular no atiende el virtuosismo de las eminencias en la ciencia del derecho. Lo que en el fondo están diciendo los juzgadores es que si el pueblo lo contamina con su voto, el Poder Judicial se transforma en como ellos ven al mismo pueblo: ignorante, improvisado, irresponsable, cuando no comprable.

Esto último tiene que ver con cómo ha tratado el asunto el Prian: en los estados narcos –suponemos que Sinaloa o Tamaulipas–, los criminales elegirán como jueces a los suyos. Este sesgo ideológico antipopular y antiregiones del país es justo lo que tiene al Poder Judicial de rodillas frente a los 36 millones de votantes. Lo que no discuten con seriedad los juzgadores es a quién representan en este momento.

Según ellos encarnan la justicia y el espíritu de la Constitución pero, cuando vemos sus sentencias, avisoramos un tercer representado que no es el Estado ni la justicia: los grupos de interés, las compañías extranjeras, y los mismos criminales. Ocultos en los sótanos del lobismo, están visibles en las sentencias.

Así que no importa de dónde proviene su designación, lo que interesa en el caso de estos juzgadores es su actuación en representación del Estado mexicano que, como dice la Constitución, dimana de la soberanía popular, y que ellos han corrompido a la vista de la opinión pública.

Cuando la idea de la representación política como algo sociológico pasa a Francia, en plena Revolución, el rasgo distintivo que deben tener los representantes no es el mérito ni la pertenencia a una tipología social, sino otro de carácter moral: la confianza. En un inicio, la Revolución francesa plantea un ideal de representante que salga del pueblo, que no es una categoría sociológica sino puramente política: el pueblo no prexiste a la política sino que se constituye en el ejercicio de sus libertades.

Por eso, para los revolucionarios franceses ya en el poder, no hay unos grupos sociales que deben equilibrarse entre ellos, sino un discurso sobre el interés general, la nación, el futuro colectivo compartido. A la hora de tener representantes, tienen ideologías no tipologías. Han inventado al ciudadano que no es un cuerpo individual o un grupo identitario sino una mayoría, una figuración de un futuro y un mandato bajo el que deben actuar. Le llaman soberanía popular. Bastará universalizar el sufragio para se exprese. Y el rasgo elegible en un representante no es de dónde proviene sino qué decisiones toma en el nombre del pueblo o del Estado. Es la confianza.

El momento francés es muy distinto al inglés. Éstos vienen de una guerra civil que dura casi una década y es la más sangrienta de su historia, sólo para restaurar la monarquía. Los franceses han decapitado a la monarquía y, por unos años, viven un momento de futuro colectivo. Eso compone una forma de ver a la nación como abierta a las posibilidades y no cautelosa de provocar un nuevo enfrentamiento.

Pero volvamos a la discusión actual. La división de poderes se ha convertido en una paralización tanto de las iniciativas del Ejecutivo como de las decisiones del Legislativo. El Poder Judicial en tiempos de Norma Piña ha suplantado a los otros dos poderes de la República.

Montesquieu se hubiera horrorizado, toda vez que él pensó la mesa de tres patas como un sistema en el que se vigilaran los poderes para armonizarse, no para obstaculizarse. También se escandalizaría de la noción que los juzgadores invocan con toda ligereza: somos contra-mayoritarios, es decir, que van en contra de las decisiones de los demás poderes, que son electos y cuentan con representantes populares. Ir en contra de la mayoría electa es simplemente ir a favor de la minoría oculta.

Se habla de autonomía como si esa implicara distinguirse de la mayoría, del pueblo que desconoce, confunde, ignora. Ellos dirán que es su conciencia muy ducha en la ciencia del derecho lo que los lleva a ser intérpretes de la ley escrita, una especie de aristocracia de los despachos de abogados protegidos por los dos partidos, ahora ya moribundos.

Oráculos del mensaje de una deidad que no se entiende sólo por escrito. No la confianza, sino la eminencia, una noción anti-democrática como pocas: el mérito encubre el privilegio. En el caso de nuestro Poder Judicial es hasta un privilegio familiar, ya no se diga de cenar con el PRI y el PAN.

Por eso, en nuestro debate mexicano, la confianza debería retomarse de la versión francesa de la representación. Una certidumbre que sea demostrable, que provenga, no de la fanfarronería de los títulos, sino de las sentencias a favor y no en contra del interés general. Así de simple sería la respuesta de Montesquieu y, luego, abandonaría el foro.