or estos benditos y paganos días hemos sido testigos de insólitas frases de políticos encumbrados. En verdad de uno solo de ellos: Donald Trump. Ha llegado a decir que, si no gana la elección, su país y, por extensión, el mundo entero se ensangrentarán. La línea roja que separa los excesos verbales de lo no permitido ha sido cruzada sin que, en apariencia, poco o nada pueda pasar. Ya bien sabemos que, si este personaje matara a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York poco se afectaría su base de apoyo. Un hecho que trabaja contra toda razón y, lo más grave, contra la mínima decencia humana. Pero lo dicho ahora rebasa cualquier prevención contra el modo de vida colectivo de un país que se define como ejemplo democrático para el mundo.
En realidad estos hechos fuerzan a explorar eso que se ha llamado la base cultural de una sociedad nacional. La estadunidense, por ejemplo, tiene una serie de condicionantes que la distinguen de otras, en especial de las situadas al sur de sus fronteras. En estas vastas regiones sureñas se mueven, suceden e interactúan fuerzas, sentimientos y demás asuntos por demás diferentes de sus vecinos norteños. Pero, de varias maneras, la misma convivencia las hace interactuar separándose o afectándose mutuamente. Para mejor entender algunas de esas bases heredadas, pero que permanecen tan vigentes como lo fueron en el pasado, hay una serie televisiva diseñada y escrita por personas que entienden su historia.
San Francisco, Estados Unidos, es el sitio de hace unos 150 años. Una era propicia para apropiarse de suelos y aguas, de mar y desierto, sin contemplación que valga, ante la desatada rapacidad. Aparecen, en la serie, de manera estelar, dos grupos de inmigrantes: chinos e irlandeses. Dos comunidades separadas tajantemente, pero dependientes de numerosas maneras, nunca afectándose positivamente. Por el contrario, siempre en competencia por trabajos que comportan sacrificios y humillaciones cercanas a mínimos de subsistencia miserable. La razón se encuentra en la enorme presión que provocan trágicos pasados nacionales de explotación y miseria extrema, aunque agravados por la ávida, cínicamente despiadada, búsqueda de riquezas y poder de aquellos que se han encaramado en el mando social y político: blancos y educados propietarios. Sobresalen en ese grupo los ensangrentados aventureros que actúan fuera de toda ley, obedeciendo sólo a sus indetenibles pulsiones de inmediata riqueza. Conviven también con una depredadora ralea de empresarios sin consideración alguna de bien ajeno. Pero, como rala élite, gozan de respeto social hasta que no les llega el fuego a los aparejos por su conducta licenciosa y criminal. El bien público, para ellos, es superfluo y subordinado a sus maniobras y negocios. La avaricia, entre todo este selecto grupo, es el impulso rector de su comportamiento. La manera de operar los negocios personales queda marcada por la íntima complicidad con el poder político. Un entramado que sirve de palanca para que ambas partes puedan apropiarse de todo lo que les rodea. Unas sacando lo que puedan al otorgar los contratos de obras y, los otros, exprimiendo, hasta la última gota de sangre a sus trabajadores. Y, en el intercambio, juzgándose mutuamente como hombres de bien en apariencia, cuando son, en verdad, abusivos ladrones.
Esta manera de verse y describirse, en una simple serie televisiva, queda para el presente y para todos los que deben trabajar y negociar con esta gente. No se pueden separar de ese pasado que los conforma y modela. Civilizarse no es un término que les valga la pena. No son personas que puedan divorciarse de su herencia. Por el contrario, ese crudo pasado lo llevan a flor de piel y de ello se muestran por demás orgullosos.
Otra fase de la serie la conforman los inmigrantes. En especial la visión que emerge de los chinos es, por lo menos, degradante. Tal y como afirma el mismo Trump: son animales
. Conforman, para los observadores, una sociedad malévola, sucia, incomprensible, enquistada, perversa. Dedicados a conductas punibles y esclavizados por sus propios semejantes. Los famosos Tong chinos, esa práctica de defensa y sobrevivencia de la comunidad que les viene de lejos, aparecen como pandillas de criminales. Un grupo de personas que no alcanzan a portar el apellido de humanos. Unos que explotan, someten y cercenan a sus congéneres. Un subgrupo de ciudadanos, como otros muchos que integran la sociedad estadunidense que aun hoy viven y progresan con sacrificios considerables. Un verdadero apartheid que poco sale a relucir, pero que se acomoda, no sin dificultades varias, en ese fondo cultural del que se habla.
Ver al menos tres o cuatro capítulos son suficientes para apreciar, trasladando vistas y proporciones, a esta ciudadanía actual que da cabida a un Donald Trump en su escenario público y le otorga posibilidades de ser presidente.