lgo podemos hacer… no todo está perdido”, le dijo monseñor Castro Castro, obispo de Cuernavaca y secretario de la Conferencia del Episcopado Mexicano, a Joaquín López Dóriga en su noticiario del mediodía.
No somos pocos los que creemos que algo puede y debe hacerse, aunque no acertemos a precisar rumbo, sentido y forma. Como lo dice el periodista: algo hay que hacer, pero no sabemos qué. No con la información que hoy disponemos.
Lo que no debemos permitir es tomar a broma lo que nos pasa: actos criminales, abusos del poder, desacato de las normas, como recientemente ocurrió en Palacio Nacional, donde la ilegalidad llega a ser festejada por el propio Presidente de la República con su abyecto ¿quién pompó? (en referencia, suponemos, a los tenis de los asaltantes de la puerta palaciega).
Visto desde este mirador, el panorama electoral es campo desolado. No hay unidad ni para el duelo y nuestras sensibilidades básicas, elementales, parecen postradas, inanimadas, sin poder reaccionar frente al horror y el miedo que paralizan y llevan a conformar legiones de idiotas, hombres privados según los griegos, sin capacidad de reacción o respuesta ni en defensa propia.
Miedo hay: en las familias que han perdido hijos asesinados o desaparecidos, en los vecinos que cotidianamente se enteran de tragedias, en los usuarios de transporte público… No hay escape, por eso tenemos que hablar del miedo y el horror.
Las cosas duran hasta que se acaban, solíamos decir cuando el presidente Díaz Ordaz quiso convertir en forma de gobierno una sarta de arbitrariedades ilegales. No es tal nuestra circunstancia de hoy, a pesar de lo amenazante del verbo y los gestos de quienes dicen querer gobernarnos.
Sí, monseñor Castro, algo podemos hacer, no todo está perdido. Para empezar, arriesgarse a definir y describir lo que nos pasa, sin caer en excesos para conmover al auditorio, pero a la vez sin incurrir en las diversas formas de negación que hemos explorado y naturalizado.
Los problemas de México son muchos y, algunos, profundos, pero de poco sirve registrarlos en una suerte de diccionario universal de las calamidades, sin orden ni prioridad alguna. Tampoco avanzaremos con catálogos de promesas y propuestas sin ejes que articulen ni objetivos que den sentido.
Muchas cuestiones pueden abordarse y superarse, a condición de que todos asumamos que no hay soluciones definitivas ni recetas milagrosas. El diálogo político y la participación social son tareas permanentes, por ello el uso abusivo del verbo no debe seguir siendo deporte favorito de políticos y comunicadores irresponsables.
Despojar de sentido al mensaje equivale a negar la realidad, empobrecer la capacidad comunicativa de nuestras palabras es enfilarse hacia un desierto donde la furia se imponga como única forma de relación humana y social. No puede festinarse un escenario como éste, pero tampoco se gana nada soslayándolo porque, después de todo, ahí están ya los candidatos y con ellos los grandes contingentes de acompañamiento y coro.
Si nos empeñamos en someter el lenguaje al silencio y al ocultamiento, al chiste y al soslayo, estarían plantándose los primeros pilares de la peor situación imaginable, si lo que se pretende es otorgar a la política su valor originario, como de alguna manera, poco lúcida, por cierto, se quiso hacer en aquellos años legendarios de reforma y actualización institucional.