ritméticamente cuadrado como soy, detesto las falsas efemérides musicales que se inventan por doquier para conmemorar los 45 años de esto, los 60 años de aquello, el 218 aniversario de lo otro; soy, en cambio, más partidario de los centenarios y sus múltiplos. Así, en este 2024, pondré superficialmente mi atención en compositores como Smetana, Fauré, Puccini, Nono, Merikanto, Viotti, Mancini, Reinecke y Busoni. Pero, muy por encima de todos ellos, me dedicaré a la continua y gozosa celebración del bicentenario natal del enorme compositor austriaco Josef Anton Bruckner Helm (1824-1896) con quien, de manera insólita, comparto mis cuatro iniciales.
Anton Bruckner nació de familia campesina; tuvo como primer oficio el de maestro de escuela rural y pasó la primera parte de su vida recorriendo y habitando pequeños pueblos (Ansfelden, Windhaag, Kronstorf, San Florián) ejerciendo la docencia y algunas labores musicales menores. Cuando llegó a Linz, ciudad capital provincial, su carrera comenzó a despegar, y se estableció no sólo como gran organista, sino también como el mejor improvisador de su tiempo; de ese periodo datan sus primeras composiciones importantes. Finalmente, llegó a Viena, la meca musical de su tiempo, ciudad que lo ignoró y maltrató hasta que obtuvo su primer éxito real, muy tardío, con el estreno de su Séptima sinfonía. Algunos de sus conflictos en Viena se debieron a asuntos extramusicales: campesino al fin y al cabo, a Bruckner no le fue fácil adaptarse socialmente al sofisticado ambiente vienés; su amor por Wagner y su música tampoco le facilitó el camino. Sin embargo, Bruckner se enfrentó a todo ello con dos herramientas infalibles: estudio, estudio, mucho estudio, y una inextinguible capacidad de trabajo. Al paso del tiempo, Bruckner consolidó un estilo personal formado a partes iguales por un contrapunto rico y severo, una asimilación sui generis del estilo de Schubert, la incorporación de elementos de la música de Wagner y, de modo importante, una religiosidad a la vez profunda, sencilla e incuestionable. El misterio Bruckner
, si es que así se le puede llamar, es este: ¿cómo un humilde maestro de escuela rural llegó a concebir y a realizar los imponentes y complejos monumentos sonoros que son sus sinfonías y sus obras sacras?
La mejor manera de arrojar luz sobre ese misterio
es profundizar en la singular biografía de Anton Bruckner y escuchar con atención no sólo sus obras conocidas y famosas (que no son muchas), sino otras regiones menos divulgadas de su catálogo, con el objeto de obtener un retrato más completo de este formidable compositor. Ello implica, entre otras cosas, poner una atención más sistemática en sus magníficas sinfonías, entre las cuales suelen circular ampliamente sólo la Cuarta y la Séptima. Dudo que se hayan escuchado en México sus sinfonías tempranas (la Sinfonía de estudio y la Sinfonía no. 0), y de la Primera sólo tengo la infausta memoria del desastre absoluto que de ella hizo Hansjörg Schellenberger al dirigirla con la Orquesta Sinfónica Nacional. Me parece, asimismo (si bien no me consta), que la versión en cuatro movimientos de su Novena sinfonía (concluida post mortem de manera creíble por manos ajenas) no se volvió a escuchar después del estreno mexicano que de ella hizo Luis Herrera de la Fuente.
Me pregunto retóricamente si nuestras orquestas serían capaces de organizarse para, entre todas, tocar este año las 11 sinfonías brucknerianas. ¿Y nuestros coros? ¿Cantarán sus espléndidas misas, su Réquiem, su Te Deum, sus notables motetes, el Salmo 150, la cantata Helgoland y sus obras corales de ocasión? ¿Cuáles, entre nuestros grupos de cámara, prepararán el indispensable programa con su cuarteto, su quinteto, su intermezzo y su rondó para cuerdas? Entre nuestros pianistas, ¿quién dice yo
para explorar su desconocida música para teclado? ¿En cuál iglesia sonará su parca producción para órgano?
Sobra decir que este texto es una invitación muy explícita y muy enfática para aprovechar la efeméride, acercarse y disfrutar la gran música del gran Anton Bruckner, por una razón y sólo una: es bellísima y conmovedora.