eparar la política exterior de Estados Unidos, de los secretarios de Estado que han ocupado el cargo, desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, parece mala opción. Asimismo, poner el acento en las ambivalencias del personaje y olvidar que era un funcionario del establishment, es no comprender el papel del encargado de la diplomacia estadunidense dentro del complejo militar-industrial, la Casa Blanca, el Pentágono y la CIA. Asimismo, adjetivarlo de ególatra, asesino, etcétera, en poco o nada contribuye a descifrar su papel en la política exterior de Estados Unidos. Tampoco, considerarlo salvaguarda de Occidente.
Sin embargo, tras su muerte han sido estas las perspectivas que han prevalecido en los análisis. Así, los detractores sopesan en un plato de la balanza sus apoyos a dictaduras y genocidas, mientras en el otro platillo, sus defensores destacan el compromiso por la paz mundial, el desarme o la defensa de la democracia. El resultado, en ambos casos, es una descripción de Kissinger por encima del sistema político de Estados Unidos. Lo cual lleva a preguntarse: ¿era un iluminado? ¿Un Rasputín manipulador, mientras Nixon y Ford, sus peleles? ¿Acaso tenía patente de corso, no consultaba, ni acataba las decisiones emanadas del Consejo de Seguridad Nacional? ¿A la par que secretario de Estado, fungía como director en la sombra de la CIA, la DEA y controlaba el Pentágono? Si estas preguntas se resuelven en un sí, estaríamos en presencia de un superhombre. Pero Kissinger no lo era. Las respuestas no están en Kissinger, hay que buscarlas en el papel que ha jugado Estados Unidos en tiempos de guerra fría, más allá de las excentricidades del personaje, y sus mil caras. No debemos olvidar cuál era su misión como secretario de Estado: expandir el poder de Estados Unidos, reforzar su control militar dentro de la OTAN y mantener su influencia entre los países aliados de Europa occidental. Por consiguiente, sus decisiones siempre fueron consensuadas entre demócratas y republicanos. Baste recordar el llamado Informe Kissinger sobre Centroamérica, redactado en 1984, cuya comisión estaba integrada por representantes de ambos partidos.
Estados Unidos siempre ha entendido las relaciones exteriores con América Latina desde una posición intervencionista, de fuerza y sometimiento. No se trata de una relación entre iguales. Desde la doctrina Monroe, sus secretarios de Estados han implementado una relación asimétrica de poder. Patio trasero, jardín delantero, política del buen vecino, el garrote y la zanahoria. Los nombres pueden variar, pero el resultado es el mismo. Invasiones, procesos desestabilizadores, golpes de Estado, un bloqueo a Cuba que dura 60 años, financiación de narcopolíticos, apoyo a dictadores, genocidas, torturadores, patrocinadores de guerras espurias. No es Henry Kissinger, es el imperialismo estadunidense y sus gobernantes. Por si hay dudas, veamos algunos nombres de secretarios de Estado en diferentes administraciones, que han tenido un papel destacado en los procesos desestabilizadores de la región desde 1945. Ellos aplicaron los mismos criterios que Kissinger a la hora de defender los intereses de Estados Unidos y del complejo militar-industrial, financiero y tecnológico. John Foster Dulles (1953-59), con Dwight Eisenhower; Cyrus Vance (1977-80) con Jimmy Carter; Alexander Haig (1981-82), George Shultz (1982-89) con Ronald Reagan; Madeleine Albright (1997-2001) con Bill Clinton; Colin Powell (2001-05) y Condoleezza Rice (2005-09) con George W. Bush; Hillary Clinton (2009-13) con Barack Obama; Mike Pompeo (2018-21) con Donald Trump. Ninguno de los citados se escapa de apoyar procesos desestabilizadores en América Latina. Pero no sólo en América Latina, sino en todo el llamado Tercer Mundo.
Nunca Estados Unidos y sus administraciones, si nos remontamos a la doctrina Monroe, han tenido un interés que no sea un control geopolítico de la región donde el principio de subordinación y dependencia sea el hilo conductor de sus decisiones. Si no hubiese estado Kissinger, otro en su lugar habría dado el visto bueno para desestabilizar el gobierno de Salvador Allende, como Dulles lo hizo con Guatemala en 1954. Igualmente otro habría apoyado la dictadura de Pinochet y Videla, como Dean Rusk (1961-69) durante los gobiernos de Kennedy y Lyndon Johnson, lo hizo con la dictadura de Brasil en 1964 y la invasión a Republica Dominicana en 1965.
Sin embargo, si algo se puede destacar como rasgo de Kissinger, a parte de la arrogancia, fue el desprecio e ignorancia hacia América Latina, de lo cual alardeaba. Ello quedó reflejado en su respuesta al entonces canciller del gobierno chileno de Eduardo Frei Montalva, Gabriel Valdés Subercaseaux, en 1968. El texto fue citado por Gregorio Selser en Informe Kissinger contra Centroamérica :
–Señor ministro, usted ha hecho un extraño discurso. Vino aquí a hablar de América Latina, pero eso no es importante. Nada importante puede venir del sur. La historia nunca se ha producido en el sur. El eje de la historia empieza en Moscú, va hacia Bonn, cruza sobre Washington y desde ahí pasa hacia Tokio. Lo que ocurra en el sur no tiene importancia. Usted ha desperdiciado su tiempo.
–Señor Kissinger, usted no sabe nada del sur.
–No, señor Valdés, y no me importa…
En conclusión, Estados Unidos y no Kissinger es el responsable de sus políticas de muerte. Él sólo fue su mano ejecutora.