n México llevamos meses viviendo tiempos electorales; aunque apenas el pasado 20 de noviembre se iniciaron formalmente las precampañas, desde mucho antes –en inercia promovida por el jefe del Ejecutivo– los principales bloques políticos se han dado a la tarea de preparar una batalla que se anticipa muy ríspida. El primer semestre del 2024 aparece en el horizonte envuelto ya por la bruma de un clima de polarización social poco propicio para el sano desenvolvimiento de nuestro sistema democrático. En ese escenario las juventudes tendrán un protagonismo central.
Aunque preocupante, no es dato nuevo el mermado clima democrático que prevalece. Fenómenos como la polarización, la alta volatilidad de la imagen pública de los candidatos y la deslegitimación de las instituciones que hemos presenciado, han sido también pauta característica de los últimos procesos democráticos en toda Latinoamérica. Cuando los actores políticos en la región debieran orientar sus debilitadas capacidades a garantizar la consolidación de la democracia –de lo cual depende su supervivencia–, paradójicamente las narrativas superficiales provenientes de todo el espectro ideológico han ingresado a una espiral de polarización y simplificación que ha devenido en el fortalecimiento del autoritarismo como recurso de solución. El ascenso de Milei en Argentina, la popularidad de Bukele en El Salvador, la persistencia de la influencia de Bolsonaro en Brasil y el probable retorno de Trump en Estados Unidos, son ejemplos elocuentes de personajes cuya popularidad se ha visto fortalecida ante la percepción mayoritaria de que la democracia ha incumplido sus promesas.
De acuerdo con el último informe de Latinobarómetro, desde 2018 se han registrado 19 alternancias políticas en AL, producto de la baja satisfacción democrática que persiste en la zona. La organización señala que, desde la transición democrática en AL, 21 ex presidentes han sido condenados por corrupción. Dicho informe sitúa a México como el tercer país de la región con menor apoyo a la democracia (35 por ciento), al tiempo que ha ascendido a ser el país con mayor apoyo al autoritarismo (33). Es notable que, en el caso del apoyo al autoritarismo, el porcentaje aumentó 11 puntos frente a 2020. Según el estudio, 42 por ciento de la población apoyaría un gobierno militar si se complicara la situación del país.
Un fenómeno desalentador que se descubre al mirar en detalle estas cifras que describen la trayectoria de una paulatina deslegitimación de nuestras democracias, es que las juventudes están plenamente inmersas en dicha inercia. Para este proceso, en México se registra en el padrón electoral a más de 26 millones de personas entre 18 y 29 años, 26.8 por ciento del total; lo cual significa que serán factor decisivo en los resultados de los próximos comicios. Sin embargo, las juventudes son también el sector más insatisfecho con la democracia en AL. De acuerdo con Latinobarómetro, mientras 55 por ciento de los mayores de 61 años apoyan la democracia en la zona, sólo 43 por ciento de los jóvenes entre 16 y 25 años lo hace.
A juzgar por las cifras del Open Society Barometer, el desencanto de las juventudes con la democracia no es un fenómeno privativo del área, sino pauta global. Según ese reporte, sólo 57 por ciento de los jóvenes entre 18 y 35 años prefieren la democracia por encima de otras formas de gobierno frente a 71 por ciento de apoyo que tiene entre los mayores de 56 años. Mientras sólo 20 por ciento de mayores de 56 años apoyarían un gobierno militar, 42 por ciento de los jóvenes entre 18 y 35 años lo haría. Lo anterior invita a poner en perspectiva no regional, sino epocal la pérdida de sustento de las democracias en el mundo para advertir tanto las fallas de las democracias históricas como los riesgos que ello proyecta a futuro.
Es importante decir que, contra lo que algunas élites políticas y económicas señalan a conveniencia, la culpable no es la democracia por sí misma, o al menos no por sí sola. La inestabilidad social por la polarización, el mal uso de la democracia para legitimar nuevas formas de autoritarismo tanto de izquierdas como de derechas, el rebasamiento institucional del Estado frente a la crisis estructural global y, desde luego, la perpetuación de un sistema económico que continúa profundizando la desigualdad, especialmente en regiones como la nuestra, están entre los principales factores que han mermado la legitimidad de la democracia. La absurda desigualdad y las violencias a que da lugar son las mayores limitantes para el desarrollo de un sistema democrático eficaz.
Una ventana de oportunidad está abierta, comenzó el proceso que definirá la ocupación de más de 20 mil cargos públicos. Hace seis años, según la consultora Etellekt, las nulas garantías de seguridad posibilitaron el asesinato de 48 precandidatos o candidatos a puestos de elección popular y 475 funcionarios vinculados al proceso; se registraron 650 agresiones no letales. Para comenzar a cuidar nuestra democracia, estamos apenas a tiempo de corregir el rumbo y evitar que estas elecciones sean igualmente violentas.
También es momento de que el gobierno en turno, las instituciones públicas y los actores políticos sumen su voluntad y esfuerzos para transitar desde la actual polarización a la apertura de espacios seguros de diálogo y participación. Es urgente erradicar la violencia política, atajar la injerencia del crimen organizado y privilegiar en los proyectos de gobierno y en su concreción prioritariamente a los jóvenes, a quienes la democracia más les ha quedado a deber. Sólo así podremos construir los consensos mínimos que permitan el adecuado desarrollo del proceso electoral y el fortalecimiento de nuestra democracia.