ace mucho tiempo, en un lejano país...”, con estas palabras se inician innumerables cuentos y relatos a lo largo y ancho del planeta desde épocas remotas. Un tiempo indefinido, extraviado, como el lugar donde suceden los hechos maravillosos que se narran. James Joyce no resistió a la tentación de comenzar uno de sus más bellos libros parodiando estas dos frases que abren las puertas de sueños y recuerdos.
La narración continúa con el había una vez
, principio del relato impostergable. ¿Qué pudo haber una vez? Una dulce y bella niña llamada Cenicienta y su malvada madrasta, la princesa más bella del mundo y su celosa madrasta. Lo que había una vez
son los buenos y los malos: el Bien y el Mal. Nociones edificantes de un universo maniqueo. Conceptos encarnados, de un lado, por bellas y buenas princesas, venaditos huérfanos, héroes y próceres insignes; del otro lado, por crueles brujas, desalmadas madrastras; sangrientos cazadores, despiadados y satánicos seres del inframundo.
Pero en la realidad, las cosas no son tan simples ni obedecen a un maniqueísmo más o menos primitivo. Las grandes narraciones, en verso o en prosa, no son siempre edificantes. Y buenos y malos se confunden. No hay ningún protagonista sin defectos, vicios, errores. La Ilíada, cantar y epopeya de la guerra de Troya, se inicia con la cólera de Aquiles, cólera funesta
, que se pide cantar a la Diosa. Aquiles, uno de los héroes protagonistas de este canto, relato del combate mortal entre Oriente y Occidente, es un hombre con tantos defectos como virtudes. Y su cólera retardará el triunfo prometido por una parte de los dioses olímpicos, divididos también entre ellos. Los griegos enfrentan a otros héroes: los habitantes de Ilión, tan valientes y heroicos como ellos. Héctor es tan sabio como Ulises y Paris tan osado como Menelao. No se trata, pues, de la simple idea de los buenos y los malos.
Como ahora, en nuestra época moderna, los líderes de una causa, sea cual sea, ideológica, política o religiosa, blanden su escudo y proclaman el bien de su lado. George Bush, durante la guerra de Estados Unidos contra Irak, esgrimía los valores más altos de Occidente, sus dioses y sus creencias, afirmándose como el dirigente del Bien y combatir a la cabeza de los buenos. Su contrincante, Saddam Hussein, proclamaba lo mismo de su parte. Bush creyó triunfar cuando afirmó misión cumplida
, sin ver el polvorín que había levantado en Medio Oriente y que no cesa, hoy por hoy, de extenderse.
Las guerras religiosas, que parecían tan remotas como la Edad Media, o que se supuso terminadas en Francia con la sangrienta noche de San Bartolomeo
, parecen, al contrario, imponerse. Un perezoso maniqueísmo facilita las acusaciones erradas, las oposiciones imaginarias. El miedo del otro cunde gracias al desconocimiento del otro
. Se confunden los conceptos, se cae en oposiciones falsas. Contra el islamismo se opone la acusación de islamofobia cuando acaso se trata del temor a ver desaparecer la propia civilización. Se arguye la herencia colonialista, origen del mal. Mis costumbres son las buenas, las tuyas son las malas. El discurso es, a fin de cuentas, el mismo de cada lado del ring planetario. Israel es bombardeado por Hamas el 7 de octubre y responde con los sangrientos bombardeos de Espadas de hierro
. Las diferentes naciones toman posición por uno u otro bando. A los muertos civiles israelíes se responde con los muertos civiles palestinos. En Francia resurge el antisemitismo. Un antisemitismo novedoso, nada qué ver con el de los nazis, pero que esgrime la acusación de nazismo. Los llamados expertos analizan la situación y tratan de esclarecerla en un confusionismo extremo.
En lugar de declararse del lado del Bien
, ¿por qué no preguntarse quién es el otro e intentar conocerlo? Es indispensable la instrucción de las otras religiones, si se aspira a la paz entre quienes intentan conocerse mirándose en el otro.