os hombres jóvenes, entre los 20 y 30 años, llevan un buen rato de pie frente a una de las múltiples vitrinas de las calles de París. Mientras la observan, señalando con sus dedos tal o cual objeto exhibido en el escaparate, discuten con pasión. La curiosidad me retiene a unos metros de ellos tratando de comprender qué discuten. Por fortuna, hablan en francés y puedo entenderlos. Un ligero acento me deja pensar que la lengua francesa no es la suya. Si la utilizan es, sin duda, porque sus respectivos idiomas son distintos y el francés debe serles común. El más alto, un rubio, me parece provenir de algún país del Este de Europa. El otro, un moreno con una barba que le esconde el mentón y parte del cuello, da la impresión de ser originario de un país árabe de África del Norte: Argelia, Marruecos, Túnez.
Tanta atención ponen en la vitrina que puedo acercarme a ellos para escucharlos mejor. Desapercibida por sus ojos, me adapto a mi confortable posición de invisibilidad tan propicia a los espías. Cuando no alzan los brazos para señalar los objetos exhibidos en el escaparate, se tocan con familiaridad en los hombros, la espalda, con ligeros golpecillos que revelan la proximidad entre ambos. Debe unirlos la soledad de cada uno en una ciudad a la que llegan de sus lejanos países. Su encuentro pudo darse en la calle, en uno de los centros para acoger inmigrantes, en uno de esos lugares donde se distribuyen las sopas populares
. El más alto lleva la chamarra abierta y parece no sentir el frío de otoño que sufre el otro, quien trata de controlar el temblor provocado por la baja temperatura dando otra vuelta a su bufanda alrededor del cuello.
El tema de su apasionada discusión es si la vitrina es la de una farmacia. Uno y otro dudan, cambian de opinión. Cuando el rubio afirma que se trata de una farmacia, el moreno lo contradice. Cuando el africano señala hacia lo alto de la tienda la luminosa cruz verde, enseña de las farmacia, el rubio muestra con su índice los productos coquetamente dispuestos para atraer la atención de un posible comprador.
En efecto, la situación es desconcertante. Los objetos exhibidos son perfumes, jabones de marca, aguas de colonia, cremas para la piel de todo tipo, ositos de peluche, espejos, cajitas de maquillajes, tijeras... Unos pósters anuncian píldoras para rejuvenecer y acabar las arrugas en 15 días.
Mientras los escucho discutir, me pregunto qué pensarían de las farmacias de la Ciudad de México, donde se venden refrescos y cigarros. Cierto, tales o cuales objetos, poco típicos de un establecimiento dedicado a la medicina, no son exhibidos tras los vidrios de las vitrinas como se hace en Francia. Pero cada país tiene sus reglas y sus costumbres...
Los jóvenes se alejan, decididos a explorar París a través de sus vitrinas. Miran de reojo, con un dejo de desdén, al grupo de clochards que tiene tertulia abierta día y noche alrededor de una fuente en la plaza Maubert. Los recién inmigrados desvían con rapidez la vista, acaso por temor a un futuro semejante al de los vagabundos celestes o para marcar las distancias con seres inferiores. Después de todo, cada quien se sitúa como se le antoja en su particular e imaginaria jerarquía social.
Me deja pensativa la idea de conocer una ciudad a través de sus vitrinas. A fin de cuentas, en un escaparate se exhibe la imagen que desea presentarse al otro, a los otros. Especie de strip-tease del espíritu de una metrópolis, existen las ciudades púdicas, introvertidas, donde las vitrinas son escasas. Abundantes en algunos barrios de Ámsterdam con sus atractivas prostitutas expuestas tras los cristales a la posible clientela: escaparates luminosos, cuyas cortinas se cierran de vez en cuando durante los minutos consagrados al comercio del amor. En la ciudad de París, no hay callejuela ni avenida sin vitrinas. Los productos se exhiben con verdadera maestría, capaz de transformar al sapo en rosa
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