Eduardo, y Alma, y la otra Claudia, y Margarita, y Alejandro, y Javier, y Rocío, y Huacho: el equipo para la Federación y los estados está completo; debe ser el motor para llevar la votación por Morena y sus partidos aliados a un volumen sin precedente en esos niveles de gobierno, pero también en municipios y en los órganos legislativos federales y estatales.
En el curso del actual sexenio se ha ido haciendo evidente que la Cuarta Transformación necesita, para avanzar, librarse de las ataduras constitucionales con las que el viejo régimen neoliberal se ató a sí mismo al poder, el cual mantiene en varias instancias del Estado: el Poder Judicial y la mayor parte de los organismos autónomos. Las reformas a la Carta Magna son indispensables a fin de consolidar la soberanía energética, establecer una democracia participativa –sin renunciar a las formas representativas– y consolidar, extender y profundizar la regeneración del país. Para llevarlas a cabo se requiere de las dos terceras partes de las cámaras y de los congresos estatales. No será fácil, porque los usos legales de esto que se recibió otorgan una sobrerrepresentación a las inercias regresivas y reaccionarias que tratan de aferrarse a las posiciones que les quedan para torpedear desde ellas el reordenamiento institucional que se requiere; de poco sirve que iniciativas de reformas legales como la eléctrica y la electoral ostenten el respaldo de 70 por ciento de la ciudadanía si los personeros de quienes se oponen a ellas ostentan casi la mitad de las curules, o que un togado las frene en seco y la mayoría conservadora de la Suprema Corte le dé la razón.
Si esas y otras modificaciones constitucionales se consiguen, el próximo gobierno podrá empeñarse en cuerpo y alma a proseguir y diversificar la transformación y el rescate del país; de otra manera, será una administración acotada por una oposición cuyo principal partido no es la lánguida coalición que coordina Claudio X. González, sino el Poder Judicial. Como en Argentina, en España y en otros países, la reacción se ha hecho fuerte en los tribunales y ha establecido desde allí un tutelaje dictatorial que veta políticas públicas, se impone a los otros poderes, otorga impunidad a los corruptos e impide, siempre que puede, la consecución de la voluntad popular.
Si se piensa bien, la oposición formal, la del PRIANRD, es una bendición: ha puesto tanto empeño en anularse a sí misma, en ridiculizarse y en exhibir su orfandad de propuestas, ideas y proyectos, que, de acuerdo con las mediciones de la intención de voto, sus dos principales componentes podrían conseguir en la elección del año entrante algo así como la mitad de los sufragios que en 2018 obtuvieron por separado. En lo que queda de la actual legislatura sus representantes pueden hacer mucho ruido, estorbar mucho y atorar acciones legislativas necesarias, pero no tienen la menor posibilidad de llevar a la aprobación iniciativas propias que pudieran afectar al gobierno del presidente López Obrador.
En tales circunstancias, el principal desafío para Morena no es ganar elecciones, sino asegurarse de que sus abanderados, una vez que lleguen a los cargos, se comporten con honestidad republicana, eviten actitudes facciosas y se conduzcan con lealtad a los principios y al proyecto político; y en el caso de los legisladores, que se comprometan a aprobar sin regateos las reformas del llamado plan C, el cual, por cierto, debería abarcar muchos más aspectos que el judicial y el electoral.
La bancarrota de las tres expresiones partidistas de la derecha hace inevitable que muchos de sus cuadros busquen un nuevo horizonte en el partido de la regeneración nacional. En esa perspectiva, Morena tiene ante sí dos tareas fundamentales: por un lado, asegurarse que las conversiones de antiguos adversarios no sean meramente electoreras, sino que partan de una comunión con el ideario; por el otro, concientizar a su militancia tradicional sobre la necesidad de aceptar sin mezquindades, rencores ni sectarismos a los recién llegados. Para bien y para mal, el partido dejó de ser la organización de abnegados que era y se convirtió en la mayor organización política del país y en una de las más grandes del mundo, y esa condición exige capacidad de conciliación y convivencia civilizada entre diferentes, siempre y cuando las diferencias no lleguen a la negación parcial o total de los documentos programáticos y estatutarios.
Claudia, para el país, y Clara, para su capital, son dirigentes formidables. Al igual que los otros aspirantes morenistas, merecen el respaldo decidido de la militancia y de la simpatizancia
del obradorismo, éste merece persistir en el poder público y el país merece otros seis años de transformación para impulsar el bienestar, la justicia, la paz, la democracia y la soberanía.
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