or exceso o por falta de agua, el cambio climático nos trae de encargo. La emergencia provocada por el huracán Otis en Acapulco y una vasta zona de Guerrero no debe invisibilizar otro desastre: la sequía que afecta gravemente tres cuartas partes del territorio nacional, aun con las lluvias y humedad de noviembre.
Hasta septiembre pasado, la Sader reportó 502 mil hectáreas de cultivos siniestrados, y habría que agregar otros cientos de miles que ni siquiera se sembraron, como casi toda la superficie de temporal en Chihuahua. La sequía ha afectado a más de 70 por ciento del territorio de todos los estados del norte y a otros, como San Luis Potosí y Michoacán.
Por si fuera poco, Otis, que azotó Guerrero a finales de octubre, también dañó los pocos cultivos que habían sobrevivido a la sequía y perjudicó severamente las plantaciones de frutales.
No se prevé mejoría: según el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA) el almacenamiento de las presas de Sinaloa a principios de noviembre era de 33.2 por ciento, muy por debajo del necesario 60 por ciento para un programa de siembras con suficiencia de agua. Esto hará que se reduzca en 61 por ciento la superficie sembrada en el estado para el ciclo 01-2023-2024, y en 40 por ciento la superficie con plantas de maíz.
Los desastres naturales, como la sequía, propician de inmediato inseguridad alimentaria. Ésta hay que considerarla a dos niveles, porque sus manifestaciones y sus impactos son muy diferentes: a escalas macro –nacional o regional– y micro –en municipios y comunidades–.
A escala macro habrá una drástica reducción de los alimentos básicos producidos en el país: en frijol, según el GCMA habrá 35 por ciento menos de la cosecha estimada del ciclo PV-2023; en maíz se estima que caerá la producción entre 8 y 17 por ciento. La sequía también hará que se produzca un millón menos de toneladas de azúcar. La falta de pastos propicia mortandad en el ganado. En Chihuahua, la Unión Ganadera estima que la reducción de los hatos llegará a 40 por ciento. Además, la baja producción de forrajes causará carestía de carne y huevo.
A escala macro, la ansiada seguridad alimentaria del país se tendrá que posponer, pues tendremos que acudir a mayores importaciones para cubrir la demanda de alimentos. Nos hemos convertido en el primer lugar global en importación de cereales y estamos en vías de convertirnos en el primer importador mundial de maíz; crece la importación de frijol, al grado de que sólo producimos 88.2 por ciento del consumo nacional de la leguminosa. De seguir así, el índice de autosuficiencia en maíz rondará 50 por ciento.
Esto impacta el ingreso de los productores e incidirá en el aumento de las carteras vencidas de quienes aún cuentan con crédito; en la carencia de avíos para el próximo ciclo agrícola, en la venta de pánico de hatos y de bienes de capital de las explotaciones agropecuarias; en la migración forzada de los más vulnerables. Como los huracanes, la sequía golpea las capacidades productivas de las personas y la infraestructura física. Habría que hacer el cálculo de los costos económicos directos e indirectos de este desastre.
A escala micro la inseguridad alimentaria reviste características más dramáticas. En el ámbito macro se podrá acudir a las importaciones de alimentos, pues hay recursos para ello. No es el caso de las comunidades de pueblos originarios, sobre todo de la montaña, o de las comunidades campesinas temporaleras, totalmente dependientes de la lluvia. Acá no hay más recursos que los de la cosecha anual y si ésta no se da, la desnutrición y la hambruna se disparan. En su estudio El impacto de las catástrofes y la crisis en la seguridad alimentaria (https://bit.ly/3QVKKVw) la FAO ha documentado por primera vez cómo las catástrofes climáticas van más allá de las pérdidas económicas y repercuten en la seguridad alimentaria y nutrición. En América Latina, las repercusiones de los desastres climáticos entre 2008 y 2018 equivalieron a una pérdida de 975 calorías per cápita al día. Habría que hacer el cálculo para los pueblos indígenas de la Sierra Madre Occidental o las comunidades rurales de Guerrero afectadas por Otis.
La sequía ya es un palo dado, pero a corto plazo debe haber un programa inmediato para la atención de las regiones y sectores más vulnerados por ella, con menos capacidad de resiliencia. Debe acudirse a remediar la inseguridad alimentaria de las comunidades y apoyar para que reconstruyan y mejoren sus capacidades productivas para que el ciclo primavera-verano 2024 no vaya a perderse también.
Además, tienen que replantearse nuestras políticas agroalimentarias para irnos adaptando al cambio climático. Aquí cabe cuestionarse si tiene sentido convertirnos en una gran potencia exportadora de aguacates, berries y cerveza, con todos los costos ambientales que esto trae consigo, a la vez que somos los campeones mundiales en la importación de alimentos básicos.
En el contexto del cambio climático, la construcción de la seguridad alimentaria que involucre a pequeños, medianos y grandes productores, a la sociedad y el Estado no debe esperar más. Es asignatura impostergable para el próximo sexenio.