on la furia del viento nuestra casa vibraba. Sentíamos que en cualquier momento nos sepultaría. El agua, que llegó a un metro, nos obligó a buscar un espacio dónde guarecernos. No había forma de salir a la calle. Su fuerza arrastraba todo. La sensación de la muerte era una amenaza latente. Resistimos en un rincón de la casa donde el agua perdía fuerza. Fueron cinco horas intensas de miedo, sufrimiento y llanto, de conjuros y rezos. Las palmas y el agua benditas no pudieron contener el paso destructor de Otis. En Coyuca (de Benítez) el río inundó las calles. Pensamos que nuevamente cobraría más muertes. Las familias de los 11 policías asesinados el 23 de octubre habían recibido por la mañana sus cuerpos en el Semefo de Chilpancingo. En la noche del huracán los velaron. Antes de que Otis tocara tierra, los dolientes se quedaron solos y tuvieron que improvisar un lugar para cubrir con nailon los ataúdes. Las familias resistieron en los precarios techos. Nada pudieron rescatar. Sólo se encomendaron a Dios y abrazados tuvieron valor para impedir que el viento se los llevara. Mojados y temerosos permanecieron de pie toda la madrugada.
En las comunidades rurales de las Costas y la Montaña no habrá cosecha de maíz, frijol ni calabaza. La dieta básica de las familias del campo se perdió. En la fiesta de San Miguel, el 29 de septiembre, las mujeres mayores y niñas bailaron la milpa y realizaron la ofrenda al mayantli, el hambre (personificada por el demonio) que huye del pueblo ante la batalla perdida con el arcángel Miguel. En octubre y noviembre las familias cosechan los frutos nuevos que colocan en los altares de sus difuntos. El huracán trajo los vientos malos que dejarán los estómagos vacíos.
Todas las milpas están quebradas. Las flores de calabaza se marchitaron, las calabazas quedarán pachichis y no madurarán. Sobre el suelo, la mazorca tierna se pudre por el agua y las hojas están húmedas, pero secas. El maíz está escaso en estos días de muertos. Hasta los difuntos pasarán hambre porque el dinero no alcanzará para comprar, lo que antes se cosechaba de las parcelas y de las huertas de fruta y de café. Los caminos intransitables impiden que la gente de la sierra baje para comprar lo básico. Además de escasos los productos de primera necesidad, los precios altos impiden su compra. El mayantli regresará a las comunidades para causar mayores estragos entre las familias pobres que no podrán levantar sus cosechas de hambre. En la Montaña, donde siempre se le deja rezagada, los tlacololes se deslavaron con las lluvias y las milpas quedaron cubiertas de lodo. El poco maíz que se cosecha (300 kilos) en media hectárea en las empinadas montañas ni siquiera jiloteó. Se incrementará la migración de familias pobres para contratarse como jornaleros agrícolas en Sinaloa, en condiciones adversas por la sobrexplotación de su trabajo y la falta de seguridad social. La niñez indígena seguirá en el desamparo, jugando en los surcos y sin posibilidades de contar con un albergue ni de asistir a la escuela.
El Acapulco rural está invisibilizado. La gente de las comunidades que pertenecen al núcleo agrario de Cacahuatepec salen a la carretera para pedir comida y agua. El río Papagayo, que es sobrexplotado por los empresarios gravilleros y hoteleros, arrolló con su cauce todo lo que encontró. Inundó varias comunidades y anegó sus tierras. La pobreza que padecen desde hace décadas se recrudeció con las tormentas Ingrid y Manuel de hace 10 años. La arremetida feroz de Otis devastó todo su entorno, destruyó sus cultivos, perdieron su ganado y se quedaron sin huertas. A pesar de que en Salsipuedes están los pozos profundos que surten de agua la zona hotelera de Acapulco, las comunidades rurales del puerto sobreviven en el fango del olvido. Se quedaron sin techos sus viviendas y mueren de sed teniendo el Papagayo y los pozos profundos dentro de su territorio.
En el mar y las lagunas las tragedias se multiplican. Hay varios pescadores desaparecidos, algunos estaban en alta mar pescando, otros fueron arrastrados por el agua. La mayoría de pescadores pobres perdieron sus lanchas y las que rescataron quedaron inservibles. Se quedaron sin sus aperos para trabajar. No cuentan con recursos para reparar sus pangas, remos y motores. Sus redes (tarrallas) y trasmallos se perdieron y otras se rompieron. Los trabajadores de la pesca ribereña (de arrastre) iniciaron sus actividades y los de la pesca en alta mar aún no se arriesgan a salir porque están en busca de sus compañeros, y porque sus barcas quedaron dañadas. Un gran número de familias asentadas sobre la franja de las playas tienen sus viviendas dañadas y todas sus palapas volaron. La actividad turística está suspendida porque no hay condiciones ni para caminar en la playa. Lo que les urge es reparar sus casas para tener un techo seguro dónde dormir y reparar sus cocinas. Los hijos recolectan cocos secos y ramas lodosas para cocer los alimentos. El gas está escaso y caro. La gran tarea que les depara es limpiar las playas. Tardarán semanas o quizás meses para reconstruir su hábitat y habilitar sus palapas. Otis destruyó el patrimonio natural y más hermoso de Acapulco y las dos Costas de Guerrero, sus playas y sus palmeras.
La desesperación de las familias pobres de Acapulco se exacerba por la falta de agua y de alimentos. La infinidad de techos de las colonias periféricas se desprendieron. La precaria tubería quedó inservible y los tinacos Rotoplás, donde almacenaban el agua, volaron. El grave problema del agua que de por sí se resiente en el puerto, ahora se ha vuelto un asunto irresoluble en el corto plazo. Es parte del ambiente de ingobernabilidad que se respira en el puerto. El desabasto es generalizado. Las zonas hoteleras padecen lo mismo que las colonias pobres del puerto. Las autoridades están rebasadas y la población muy enojada. Personas mayores, pero sobre todo jóvenes, están decididos a pelear por una porción de comida y unos litros de agua. Los palos y machetes empiezan a relucir.