os semanas han pasado desde los atentados de Hamas en diversas ciudades de Israel. Dos semanas han bastado para tensar al mundo, para regionalizar el conflicto, y escalarlo a un nivel verdaderamente peligroso. Dos semanas en las que una ha sido la guerra por el territorio, por la seguridad, y otra la guerra por la verdad, por el control de la narrativa. En mi anterior colaboración, comentaba sobre un pensamiento en bloque
que empezaba a predominar la conversación del conflicto Israel-Hamas. Jamás pensé que lo veríamos de forma tan nítida, polarizando opiniones, sin dejarle espacio a la concordia, e incluso, a la razón.
En dos semanas hemos visto resurgir un antisemitismo propio de la Alemania de los años 30. Pintas en el metro de Nueva York amenazando con una nueva noche de cristales rotos, esvásticas en los teléfonos de manifestantes antiisraelí, cosas que parecían superadas, irrepetibles, enterradas, han salido de entre el odio y la falta de contraste de información. Sin poderlas culpar enteramente de este comportamiento, las redes sociales han jugado un papel clave en el avivamiento de la llama del rencor entre diferentes. La ecuación es muy sencilla: el algoritmo que filtra la información que cada quien recibe, sabe qué contenido generará enojo, empatía, dolor o alegría. El peor escenario para el algoritmo de Facebook, Instagram o Twitter es la indiferencia. Por eso apuesta a presentarnos contenido con el que podemos coincidir, o bien, contenido que puede suscitar la rabia y el enojo. El resultado es siempre el mismo: posiciones más distantes, más duras, menos espacio para el consenso, para el entendimiento del otro.
En esa lógica, ha sido lamentable cómo grupos de países desarrollados, económicamente favorecidos y académicamente formados, caigan en contradicciones flagrantes cuando se trata de Hamas. Para este grupo que observa desde lejos, el conflicto en Medio Oriente es simple, y el problema es Israel. La tesis es que los judíos no tenían nada qué hacer en ese territorio, 1948 es el dilema fundacional, y la creación de un estado Palestino –que no sea Cisjordania– es el único camino para la paz; hasta entonces, cualquier acto, incluyendo el terrorismo, es justificable y entendible. Desde esa comodidad contradictoria, que cree que con dos posteos en redes sociales ha sintetizado siete décadas de conflicto, aflora una cómoda ambigüedad que, voluntaria o involuntariamente, refuerza el antisemitismo.
Las posiciones que en los años recientes ha adoptado el gobierno de Israel, fincado en una coalición de derecha que ha mantenido a Netanyahu en el poder, abona a esa posición. El gran problema es que después de los atentados de Hamas, no hay incentivos para que ese gobierno radical, dé un paso atrás. Hoy no hay repliegue posible para Israel, para su gobierno y sus aliados. Y no hay vuelta atrás para lo que quede de Hamas después de este octubre de sangre y fuego. Igual que como pasó después del 11 de septiembre de 2001, el mundo será un lugar más hostil, inseguro, tenso, con países queriendo cerrar fronteras, levantar muros, sospechando de todo aquel que profese otra fe u otro credo político. Imaginemos cómo quedará el mundo árabe que no vive en Medio Oriente, sino en Alemania, en Francia, en Estados Unidos, después de la incursión israelí. Pensemos en el resurgimiento del odio a los judíos en el corto, mediano y largo plazo, y las implicaciones que esto tiene para la sociedad.
En un abrir y cerrar de ojos, Ucrania y Gaza tienen al orbe en las puertas de la guerra. Una con alcances desconocidos y jugadores por definir. Pero la tensión está allí. Igual que a principios del siglo XX, igual que a finales de los años 30, hay un sinfín de pólvora regada en los espacios que debería llenar la política y la diplomacia. Los incentivos, insisto, no están alineados para la paz. Lo único que aún nos separa de un conflicto más grave, que involucre a potencias y sus aliados, es la certeza de una terrible repercusión económica para todos.
El frágil equilibrio del mundo bipolar está muerto. Estados Unidos tiene suficientes problemas internos como para ocupar el liderazgo global que logró en el siglo XX. Occidente ha enfrentado la crisis de 2008, el Brexit, a Trump, las profundas tensiones raciales y democracias en vilo. No estaba listo para el polvorín en que Gaza se ha convertido. Una tierra de tragedias, de muerte, de injusticia, en la que nadie atina a imaginar cuál sería el siguiente paso para construir la paz, pero todos son capaces de imaginar el siguiente paso para infligir daño al enemigo. En lo dicho: 2024 será un año de cambios aquí y en Estados Unidos; sin embargo, el escenario acaba de cambiar.
El resultado es aún incierto, pero está claro que lo que sucedió a principios de octubre está redefiniendo la primera mitad del siglo XXI.