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ntes, a Iztapalapa había que atravesarla rápido. Corría el rumor: Aquí asaltan. Antes, se veían las torres de vigilancia de la cárcel de hombres y la de mujeres, y la sola mención de la palabra cárcel atemorizaba a cualquiera. Varias veces visité las dos, la de hombres y la de mujeres, y recuerdo que Adelita Castillejos (abogada de presos políticos) y dos líderes del movimiento estudiantil de 1968, que los muchachos conocían como la Tita y la Nacha, lograban asomarse desde el segundo piso de la cárcel de mujeres para agitar su mano desde lo alto de las ventanas y dar la bienvenida a sus visitantes, a pesar de la atmósfera de opresión que invadía toda esta zona de centros de reinserción social, como se les nombró más tarde. En torno a las rejas pululaban puestecitos de tacos y refrescos, cuyos toldos de colores contrastaban con la agresión de las rejas de hierro y el hieratismo de policías uniformados que fingían no ver a nadie.

Ahora, aunque siguen las cárceles, en los llanos de Iztapalapa, la opresión parece haber desaparecido a pesar de las dos cárceles y del dolor que provoca en los habitantes el camino de la cruz de un Cristo que se repite cada año. Si antes un mexicano se convertía en Cristo y un soldado terminaba con su agonía clavándole una lanza en el costado izquierdo, hoy por hoy el sufrimiento del crucificado ya no se esparce en toda Iztapalapa, porque los caminos de la cruz han sido asfaltados, los niños van a la escuela, las mujeres pueden sentarse y platicar entre ellas mientras unas lavadoras se encargan de devolverles sus sábanas limpias de polvo y paja, y los difuntos han sido sepultados sin ninguna lanza en su costado.

Ya en el siglo XV, Tomás Moro había creado la palabra utopía. Recuerdo que en Eden Hall, convento de monjas al que asistí a los 15 años, la madre superiora nos hablaba de Tomás Moro y nos enseñó a reverenciarlo a pesar de que lo hicieron santo a fuerzas. Utopía es el sueño que todos quisiéramos alcanzar, una sociedad limpia como la nieve en la cima del Popocatépetl, en la que nadie es maltratado o discriminado, en la que la inteligencia y la preparación de cada uno lleva al bienestar y a la convivencia que finalmente son formas de sabiduría.

Oasis en medio de láminas

Mejorar la vida de los habitantes de Iztapalapa ha sido uno de los logros de Clara. Ahí están las albercas, los grandes gimnasios, las canchas deportivas, las bancas para los viejitos que salen a tomar el solecito, las lavanderías, el foro, el camino bajo los árboles. ¿A qué aspiramos hombres y mujeres? A un techo, a una educación, a un trabajo, a una vida digna, a que nos amen y, por tanto, nos cuiden.

Resulta que apareció una mujer inteligente y generosa llamada Clara Brugada, quien ganó la alcaldía Iztapalapa de 2009 a 2012, luego de 2018 a 2021, y fue relegida de 2021 a 2024. Tomás Moro (que fue un santo esclarecido) le tendió la mano y Clara Brugada, a sus 60 años, creó las Utopías.

Clara Brugada se propuso convertir a Iztapalapa en un oasis en medio de láminas, cerros de caucho y cascajo, y logró que los habitantes vivieran en un ámbito cercano a lo que solemos llamar bienestar. Clara declaró: Soy de izquierda; creo que los derechos son el centro de toda política. Soy feminista. Soy una mujer que decidió transformar la ciudad desde la periferia.

Feminista y de izquierda, Clara estudió economía en la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Iztapalapa. Quienes se acercan a ella se sienten no sólo aceptados, sino reconocidos.

Aliada de los ciudadanos, me ofreció el brazo. Véngase, tenemos que caminar mucho, no se vaya a tropezar. Todos queremos que nos cuiden, los niños buscan a sus maestros porque enseñar es iluminar zonas del cerebro, los enfermos a sus médicos, los viejitos el apoyo de un brazo. Cuidar es uno de los grandes atributos de Clara. Escucha con cuidado, observa con minuciosidad, nada se le va, ofrece su mano y sonríe. No hay en ella un solo gesto de rechazo, ninguna altanería. Una niña corre hacia nosotras y se abraza a sus piernas, y Clara mesa sus cabellos enmarañados.

En esta delegación, todo es cariño. Se oye cursi, pero ser alcaldesa implica cuidar y administrar los recursos que el gobierno de la Ciudad de México reparte a sus 16 alcaldías. En la suya, Clara Brugada se preocupó por que los peces grandes no devoraran a los chicos.

Claridad de objetivos

Subir al Gólgota con una cruz a cuestas siempre parece tocar a los mexicanos que salen al alba y pasan tres horas en un autobús que los transporta a un trabajo duro y mal pagado. Durante ese trayecto, es fácil recordar a la llamada clase obrera, a las mexicanas que dejan sus ojos y manos en una fábrica, a las madres de familia que acuden a ese enorme mercado que lleva el nombre de Central de Abastos, a las costureras, a las afanadoras, a todas las mujeres que están al servicio de quienes pueden pagarles.

En nuestro bendito país, 10 por ciento de la población se considera rica, mientras la mitad de los mexicanos carece de recursos. En la Ciudad de México, tenemos la avenida Presidente Masaryk, repleta de tiendas de lujo; Polanco y Las Lomas, San Ángel, Guadalupe Inn, El Pedregal de San Ángel, colonias en las que todo funciona (como dicen Yunuhen González, quien vive en San Bartolo Ameyalco), pero resulta que la claridad de objetivos de una mujer llamada Clara ha sabido hacer la vida menos dura a muchos hombres, mujeres y niños gracias a las medidas tomadas en Iztapalapa, una demarcación que colinda con el estado de México, la periferia de la capital tan necesitada de transporte y servicios básicos. Gracias a la visión de Brugada, ahora Iztapalapa cuenta con un mejor alumbrado público, el trolebús elevado y también el cablebús, que comunica a miles de mexicanos que salen antes que el sol para llegar a su trabajo.

Clara Brugada les hizo la vida más fácil a quienes la tienen más difícil, y acercó la cultura y el deporte a los habitantes de la alcaldía más poblada de la capital de país, Iztapalapa que cuenta ahora con 12 Utopías: Barco Utopía, Cuauhtlicalli, Meyehualco, Quetzalcoátl, Tecoloxtitlan, La Cascada Iztapalapa, Libertad, Teotongo, Olini, Papalótl, Tezontli y Atzintli.

Estos espacios cuentan con jardines de pasto verde y macizos floreados, teatros, salas de proyección y otras áreas recreativas que brindan una mejor calidad de vida a muchas de las familias que se asentaron en Iztapalapa. Hace años, ir allá me daba un sentimiento de opresión. Ahí vivía, en las faldas de una colina superpoblada, el grabador Leopoldo Méndez, quien encabezó a todos los miembros del Taller de Gráfica Popular, quienes denunciaron no sólo el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial, sino las condiciones de vida de los mexicanos más necesitados.

La entrevista con Clara Brugada me hizo pensar que si Leopoldo Méndez (quien además era guapísimo) viviera, la tomaría entre sus brazos de gran artista para felicitarla.