uizá no sea exagerado decir que las personas migrantes mueven el mundo. Si formasen un país, se convertiría directamente en el cuarto más habitado del mundo, con 281 millones de personas. Si le adjudicásemos como PIB las remesas que envían a su lugar de origen, hablaríamos de uno de los 20 países con mayor PIB, con 700 mil millones de dólares. Eso, ignorando todo lo que los migrantes dejan en el país que los recibe, que no es poco, como bien explican los trabajos de la UCLA sobre la crucial aportación de la migración a la economía estadunidense. No parece, por lo tanto, nada exagerado decir que los migrantes mueven, en buena medida, este mundo.
El crucial y cruel papel de la esclavitud en la acumulación capitalista y el posterior desarrollo industrial ha sido ampliamente estudiado. No hace falta forzar la realidad, las condiciones no son las mismas para los migrantes de hoy que para los esclavos de ayer, por terribles que sean, pero su función en el engranaje económico global responde a las mismas necesidades: mano de obra a bajo costo que permite extraer mayor beneficio al mismo trabajo. Puede que sea por ello que no para de crecer. En 1990 había 128 millones de migrantes en el mundo, 2.4 por ciento de la población global. Tres décadas más tarde, son 281 millones. Un 3.6 por ciento del total.
A menudo pensamos en la migración forzada por la necesidad como en un pequeño fallo, un tropiezo del sistema capaz de remediarse actuando sobre el terreno, es decir, incidiendo sobre las causas que la provocan. Básicamente, la pobreza y la falta de expectativas en los países de origen. Resulta obvio que hay que combatir estas causas, pero conviene no perder de vista que la migración no es un accidente del sistema, sino que forma parte estructural del mismo. Europa permite ejemplificarlo: muchos países estarían ya perdiendo población, y esta sería todavía más anciana, si no fuera por la llegada de la migración, mano de obra fundamental para mantener la maquinaria en marcha. El decrecimiento demográfico no es malo en sí mismo, de hecho, es algo que el planeta y sus futuros habitantes agradecerán, porque reducirá la presión sobre los territorios; pero en el actual sistema, que glorifica el crecimiento económico, la pérdida de habitantes no acostumbra a ser una gran noticia para la economía. El bienestar europeo es inviable sin la aportación de miles de africanos y latinoamericanos.
Pese a ello, la política europea contra la inmigración ha convertido el mar Mediterráneo en la mayor fosa común del planeta. La frontera mexicana con EU es la más peligrosa de entre las terrestres, pero van a permitir que hoy ponga el foco sobre la más mortal de todas. El mar que, de Egipto a Grecia y Roma, dio cobijo a algunas de las primeras grandes civilizaciones, es hoy en día una grieta abismal en la que al menos 28 mil 133 personas han perdido la vida en menos de una década, según la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU. Estos días se ha celebrado el décimo aniversario de la peor de las tragedias documentadas, el naufragio de Lampedusa, en el que una embarcación abarrotada con más de 500 personas se hundió sin remedio frente a la costa de esta isla italiana, mientras Europa miraba con desidia.
El naufragio de los pretendidos valores europeos es colosal. Lejos de aprender la lección adecuada, las cosas han ido a peor. La Unión Europea ha militarizado la gestión de las fronteras a través de la agencia Frontex, que en pocos años ha pasado de dedicarse a asesorar a los Estados, con un presupuesto de 80 mil euros, a coordinar y dirigir labores de vigilancia y operaciones de retorno de migrantes, con un presupuesto de 70 millones de euros.
También ha cerrado acuerdos vergonzosos con países como Turquía y Marruecos, con un resumen muy sencillo: dinero y reconocimiento internacional a cambio de control de la migración. Europa externaliza así la gestión de la migración a países con una más que cuestionable carpeta relativa a la salvaguarda de los derechos humanos. En el caso de España, el control de los flujos migratorios por parte de Marruecos es una de las claves que explica el acercamiento de Madrid y Rabat, así como la traición definitiva al Sahara Occidental, antigua colonia española, ocupada por Marruecos en 1975.
Ahora, en una nueva vuelta de tuerca, los jefes de Estado y de gobierno de la UE han aprobado esta semana impulsar un nuevo reglamento para hacer frente a las llegadas de migrantes, según la propia terminología que emplean. Se trata de una propuesta enmarcada en el Pacto de Migración y Asilo que verá la luz a finales de este año o principios del que viene, tras las pertinentes y algo teatrales negociaciones con el Parlamento Europeo. El reglamento pone más trabas a las peticiones de asilo, permite extender medidas de excepción como las detenciones en la frontera y da un nuevo paso en la criminalización de las organizaciones que, con varias embarcaciones, auxilian a barcos de migrantes a la deriva. Cada vez es más fácil que se produzca otro naufragio como el de Lampedusa, pero cada vez es más difícil que lo sepamos.