ntre agosto y septiembre visité tres países donde en los últimos años hubo importantes levantamientos o revueltas populares: Ecuador, Colombia y Chile. En los tres hubo situaciones similares de gran efervescencia colectiva contra los gobiernos de la derecha, aunque los procesos de fondo mantienen características diferentes.
En Ecuador se registró un levantamiento indígena convocado por la Conaie, en 2019, que consiguió acorralar al gobierno de Lenín Moreno quien debió abandonar el palacio de gobierno en Quito, para refugiarse en Guayaquil. El levantamiento se inscribió en la larga saga de alzamientos indígenas desde principios de la década de 1990, pero en esta ocasión la llegada de contingentes comunitarios visibilizó un potentísimo activismo juvenil en las barriadas populares, sobre todo en el sur de la ciudad.
El levantamiento de 13 días culminó con un multitudinario Parlamento Indígena y de los Movimientos Sociales, que al poco de comenzar su recorrida por el país colapsó ante la convocatoria de elecciones que ganó el actual presidente, Guillermo Lasso. El más vigoroso levantamiento en casi dos décadas se diluyó en las brumas electorales sin dejar casi rastro. El siguiente, en 2022, no tuvo ni de cerca el poder del anterior.
En Colombia se registraron dos revueltas (2019 y 2021). La segunda fue la mayor movilización popular en la historia del país, que quebró al uribismo. En ambos casos, fue la convocatoria de un paro por las centrales sindicales lo que abrió las compuertas de una protesta que se sostuvo por meses. La rebelión fue tan intensa que consiguió despejar grandes espacios urbanos, los puntos de resistencia
, donde las juventudes de los sectores populares establecieron formas de vida y de toma de decisiones propias.
En muy poco tiempo, los 25 puntos de resistencia de Cali, epicentro de la revuelta, se fueron desmoronando dando paso al apoyo masivo a la candidatura de Gustavo Petro. Por primera vez, candidatos de izquierda ganaron las elecciones, pero la movilización popular perdió su fuerza y ahora las derechas están tomando la iniciativa.
En Chile, desde octubre de 2019, se registró un estallido o revuelta popular en todo el país exigiendo la renuncia del presidente Sebastián Piñera. Millones de personas salieron a las calles y los grupos más activos consiguieron liberar
zonas enteras, como Plaza Dignidad (ex Plaza Italia), en pleno centro de Santiago. En pocos días se crearon más de 200 asambleas territoriales, pero la casta política consiguió firmar un pacto para convocar una asamblea constituyente, a la que se fueron sumando las organizaciones de base cuya vitalidad se fue perdiendo.
La nueva Constitución elaborada con participación de movimientos y partidos de izquierda fue rechazada por abrumadora mayoría. Mientras el movimiento popular se desorganizaba, el gobierno progresista de Gabriel Boric profundiza el neoliberalismo, no amnistía a los encarcelados durante la protesta y bendice a Carabineros y otras fuerzas represivas que provocaron más de 400 estallidos de ojos de otros tantos manifestantes.
Aunque cada revuelta fue diferente, hay cuestiones comunes: existió en todos los casos un claro desborde desde abajo de jóvenes, mujeres, habitantes de periferias urbanas, pueblos originarios y pueblos negros. La potencia y masividad de las protestas consiguió deslegitimar a los gobiernos, a tal punto que ninguno de los presidentes que las enfrentaron consiguieron volver al gobierno.
Sin embargo, creo que merece alguna reflexión el hecho de que no hayan conseguido descarrilar cuestiones estructurales, como la acumulación por despojo y el neoliberalismo pero, sobre todo, que las organizaciones que nacieron durante las revueltas se hayan dispersado ante la convocatoria electoral.
Este patrón se viene repitiendo de tiempo atrás, por lo menos desde el Argentinazo del 19 y 20 de diciembre de 2021: los políticos profesionales del sistema convocan elecciones y de ese modo retoman la iniciativa, colocando a la defensiva a los movimientos populares. En casi todos los casos, los movimientos no han podido revertir esta situación, ya que los gobiernos que se eligen siguen adelante con el extractivismo.
Realmente no resulta sencillo desmontar o romper este patrón desorganizador de los movimientos de abajo, implementado por la clase dominante. En mi opinión, sólo podremos seguir avanzando si nos tomamos muy en serio este modo de actuar de los de arriba y evitemos someternos a su agenda. No me refiero a votar o no votar, sino a la necesidad de no desorganizarnos cuando convocan a elecciones.
Los sectores que mejor han afrontado esta situación son los que ya estaban bien plantados, como los pueblos originarios de los tres países, en particular el pueblo mapuche en Chile. Una de las principales lecciones que nos deja esta sucesión de revueltas, y la recomposición electoral de la gobernabilidad, es la importancia de la organización de largo aliento.