e Xochicuautla, Ahuacatlán, Puebla llega Silvia Naves. Es muy bonita, tiene 32 años y un hijo Derek de 11 que ya va la escuela. Silvia terminó su bachillerato en el pueblo y vino a trabajar a la Ciudad de México de cocinera en una casa en Taxqueña, en la que permaneció un mes.
Hace años, publiqué un libro con el título Se necesita muchacha, porque ese letrero aparecía en las ventanas de algunas casas en la colonia Del Valle. Siempre me pregunté qué sería de su vida, y como creía yo en la felicidad, me preocupó su destino. Hoy, con Silvia y la bellísima expresión en su cara redonda, le preguntó cómo ha sido su vida.
–¿Qué significa para ti, Silvia, trabajar en una casa? ¿Te gusta hacerlo?
–Para mí es difícil, porque uno se tiene que adaptar a una nueva vida. En el pueblo soy como una mariposa que vuela, en la ciudad vivo enjaulada. Empiezo a las siete de la mañana. Recojo el periódico en la puerta, pongo la tetera, hago el jugo de naranja y caliento un tamal o pongo a cocer o freír un huevo. Luego me sigo con toda la faena del día. Hago camas, barro, sacudo, hago la limpieza; pienso qué voy a hacer de comer, lavo la ropa, suena el teléfono y corro a contestarlo.
–¿Cómo es tu patrona?
–Cuando entré le dije: Hola, señora
, pero ella ni me contestó, porque ella todo el día se entretiene leyendo. Es lo que más hace, leer y leer. Antes había yo trabajado en una empresa que se llama Jabil, en Guadalajara. Fui a Guadalajara, porque allá se fue a trabajar mi hermano Bernabé, que labora también en esa empresa dedicada a la electrónica. Se hacen celulares y partes de automóvil. En esa fábrica hay mujeres y hombres, y de los tres turnos escogí el de la noche, de 11 a las seis de la mañana. En esa fábrica de partes electrónicas me pusieron en una línea como de 20 hombres y mujeres, frente a una banda y armábamos cámaras fotográficas.
–¿Cuál era tu horario?
–En la fábrica elegí el nocturno, por Derek, mi hijo, quien entonces tenía seis años, y así me mantuve desde el 6 de septiembre de 2012. En ese tiempo tuve un empleo en un edificio en Santa Fe, para empastar azulejos, y ahí conocí al papá de mi hijo, a quien vi por primera vez muy guapo, güero, alto, su barba perfilada, y me cautivó porque me sonrió y tenía una sonrisa preciosa. Todas las mujeres caían a sus pies por su sonrisa y su forma de decir: Hola
. Luego, luego le di mi número de teléfono, porque pensé: Yo de aquí soy
. Recuerdo que ese día tomé el elevador al piso 22 y él me siguió. Se fue la luz, y él me tomó la mano. La verdad, me enamoré mucho de su mano y por eso, me quedé en la Ciudad de México.
“De esa sonrisa nació mi hijo Derek, que ahora tiene 11 años y está terminando la primaria en el pueblo. A mi hijo le puse Derek por mi hermano adorado, quien veía una serie, Grey, y ahí salía un médico Derek. ‘Cuando nazca tu bebé, vamos a ponerle Derek’, decidió mi hermano. Como no lloró al nacer permaneció 15 días en observación en el cunero, y yo lo veía a través de una caja de vidrio. Fue lo más duro que me ha pasado en la vida. Una tarde me dijo el médico: ‘Su hijo está bien, lo vamos a dar de alta’. Entonces regresé con Derek en brazos al pueblo. Allá nos quedamos un año hasta que me vine a trabajar a Santa Fe de mesera. Resultó muy difícil, muy pesado, estar de pie ocho horas, de las siete de la mañana a las tres, muchos clientes me gritaban si tardaba en llevarles su platillo. No me daban ni las gracias, y mucho menos propinas.”
–¿Te rebelaste contra el maltrato?
–Recogí a Derek en el pueblo y viajé a Guadalajara con mi hermano Bernabé, a quien quiero mucho.
“Guadalajara es más bonito que Xochicuautla, aunque mi tierra es el lugar de las flores. Hay un montón de árboles, todo es verde. La gente es amable y te cobija. Allá se siembra maíz, café, todos somos compartidos; si alguien se acerca a pedir elotes, se los damos. La primera semana de junio es la fiesta de San Bernabé, por eso mi hermano se llama Bernabé y es un santo para mí.
Antes en mi pueblo había danzantes, ahora sólo hay charros, los Tejoneros y un baile que rescataron de los españoles para que no se pierda, como otras danzas que ya nadie sabe bailar. Los Tejoneros es una danza que me llama la atención porque bailan hombres, mujeres, niños de cuatro o cinco años vestidos como quieren. Las mujeres llevan chiquifaldas y escotes, y como portan máscara nadie sabe quién resultó más sexy. Los hombres van de pantalón, camisa y corbata, botines, para que suene su zapateado, y algunos se disfrazan de payasos; los mecos representan animales y usan máscaras de lobos o jaguares.
–¿Nunca te ha querido comer un lobo o un jaguar?
–No, porque van a misa y yo también, hay misas de lunes a sábado; la misa para el santo patrono Bernabé es el jueves, y ese día salimos de la iglesia y recorremos la plaza del pueblo, y el mayordomo da de comer a toda la gente.
–¿Mole?
–Sí, mole, mixiotes y no pueden faltar los frijoles, la cerveza, el pulque y los dulces para los niños. Cuando termina la misa, nosotros regalamos al padre que la ofició guajolotes, gallos, tres cuartillos de maíz, frijoles; también lo hacemos para que no nos falte el trabajo y la comida.
–Silvia, ¿no extrañas tu pueblo Xochicuautla en medio de esta ciudad cuajada de automóviles y de gente?
–¡Claro! Extraño mucho a mi hijo y a mi perro Toby. Cada vez que regreso, el que me recibe con ganas de comerme a besos es Toby; mueve su colita como si fuera a volar.
“Aquí en la ciudad, le llamo a mi mamá, que tiene 60 años, para saber cómo está y me cuenta: ‘Aquí está Toby en sus cuatro patas, que te extraña’. Por el teléfono le hablo a Toby y me ladra lo mucho que me quiere. Trabajar en la capital es una nueva experiencia, aprendo a valerme por mí misma. No estar con mi familia me ha servido para valorarlos más, y cuando los visito, les doy mucho cariño. Siempre me ha gustado dar, aunque no reciba nada.”
Silvia se sonroja, ríe y se cubre la cara con las manos. Es una muchacha fuerte, muy bella, que sonríe con frecuencia. Tiene dientes de maíz, blancos y sanos. Para todo dice: Con permiso, señora
. Muy inteligente, muy curiosa, representa a miles de madres solteras, trabajadoras del hogar, que barren, lavan y planchan para salir adelante, y miran su celular como si fuera Dios o la Virgen de Guadalupe. Día a día luchan y dan lo mejor de sí mismas para ofrecer otra vida a sus hijos.